Nada más desesperanzador para el género humano que las políticas del Estado de Israel con el pueblo palestino. Nada más aterrador que los bombardeos sobre un territorio-cárcel poblado por dos millones de personas. Nada más brutal que un ejército con los medios más sofisticados que masacra implacablemente a los que a menudo tienen que recurrir a las hondas y tirachinas. La historia de la humanidad se repite. No hace falta ir al Antiguo Testamento, donde Samuel nos habla de David y Goliat. En esta infamia podemos prescindir de los profetas.

No existen equilibrios posibles. Escucho y leo algunos análisis que pretenden ser sesudos y objetivos, pero no encuentro ni un solo hecho, salvo la barbarie, que justifique este aniquilamiento de la población palestina. Esa misma barbarie que tiene como objetivo final la expulsión de los palestinos de sus territorios para ocuparlos con sus colonos. Tan simple y tan tremendo.

Todavía no sabemos el número de muertos de estos días, pero en 2014 en los ataques que el gobierno israelí cínicamente bautizó como Operación Margen Protector más de 2.000 palestinos fueron asesinados. De ellos 538 eran menores de edad, según fuentes de la ONU. Los líderes políticos del mundo occidental se limitaron a pedir al primer ministro israelí "moderación" en sus ataques. Luego, quizás para apagar su mala conciencia, algunos mandaron sus cheques para la reconstrucción de aquella tierra regada de sangre inocente y cascotes.

Una tercera parte de la población palestina vive en campos de refugiados en condiciones duras y a expensas de las organizaciones internacionales para cubrir sus necesidades más básicas. Hace dos décadas conocí a Shireen Basha, una niña palestina de entonces once años, con unos ojos grandes y vivos marcados por el sufrimiento. Mal vivía en el campo de refugiados de Amari y cuidaba de su hermano Ahmed de 26 años. Este permanecía postrado en una desvencijada cama en la penumbra de una habitación oscura y húmeda. Su cuerpo llagado y sus piernas esqueléticas eran testigo de seis años de confinamiento en aquella lúgubre estancia a la que le había condenado un soldado israelí cuando le disparó con su fusil y le quebró la espina dorsal. El militar le había ordenado acercarse, pero Ahmed no lo hizo: nació sordomudo. A pesar del paso del tiempo el universo moral que cubre los territorios ocupados y el Estado de Israel sigue siendo el mismo. La arbitrariedad, la violencia y la humillación hacia los palestinos por parte del ejército israelí con el sólido apoyo de buena parte de la población siguen siendo una constante.

La narrativa sobre el conflicto que se ha asentado mayoritariamente en los países occidentales es falsa. Se nos dice que Palestina no existía, y que sus habitantes eran tribus desperdigadas en unas tierras secas y estériles, cuando la verdad es que Israel se ha construido en gran parte sobre las propiedades abandonadas de los palestinos a punta de fusil.

Ahora, hemos vuelto al origen del conflicto. Los colonos israelíes necesitan más tierras para los nuevos asentamientos. Esta vez en Jerusalén, donde la minoría árabe es cada vez más minoría y sufre el rechazo de sus vecinos que los ven como "quintacolumnistas", aunque hayan nacido y vivido toda su vida en la capital y tengan la nacionalidad israelí.

Las políticas de Benjamin Netanyahu garantizan la política de expansión de las colonias judías. La proximidad de las elecciones en Israel no augura nada bueno para los habitantes de Gaza que es el territorio desde donde Hamás ataca con cohetes. Es una ocasión espléndida para que Netanyahu muestre hasta dónde está dispuesto a llegar. Es su "deber" proteger a la ciudadanía, aunque las medidas a tomar sean duras.

En la magnífica película Ven y mira, basada en hechos reales acaecidos en la segunda guerra mundial, los oficiales alemanes lograron convencer a los soldados del "atroz deber" que tenían en cumplir. El comandante Müller, un brillante jurista en la vida civil, que había estado destinado en Polonia y ordenado fusilamientos en aquel país, exigió a sus hombres, entonces en Bielorrusia, matar a mujeres y niños. Hizo que le trajeran a una mujer y a su hijo recién nacido y, allí mismo, delante de sus soldados, sacó su pistola y les disparó. La madre y su niño eran bielorrusos de ascendencia judía. Me pregunto si Netanyahu y otros tantos como él conocen esta historia real, y si el cumplimiento del "atroz deber" no les pone a la misma altura moral que a los asesinos de sus antepasados.

En Jerusalén asistí a la manifestación más conmovedora en la que nunca haya estado. Bajo un inmenso aguacero varios miles de ciudadanos israelíes salieron a las calles a pedir la paz con los palestinos. Sus cantos podían ser escuchados a pesar de las increpaciones de cientos de ultraortodoxos. Una de las jóvenes manifestantes se paró, vino hacia donde estábamos y nos dijo que sus abuelos no habían estado en Auschwitz para asesinar a otros seres tan indefensos como ellos. Aquella mujer ponía en su boca lo que otros muchos israelíes también sienten.

He vuelto a oír esa reflexión estos mismo días. Es el único signo de esperanza al que muchos ciudadanos nos aferramos.

Periodista