Con alguna frecuencia me desafío a mí mismo escribiendo sobre temas complejos y poliédricos. Es una tendencia atrevida o tal vez osada que tengo. Desde luego, el asunto de la desobediencia civil como obligación moral es uno de ellos. No se trata de incumplir el código de circulación y conducir por la izquierda, o de saltarse las normas dictadas por gobiernos legítimos para combatir el covid-19. La desobediencia civil no es libre albedrío. Al contrario, tiene un sustento ético y a la vez político. Una buena síntesis es el insumiso al servicio militar, Pepe Bouza, que pagó con prisión su decisión de desobedecer el llamado a filas del ejército. Me estoy remitiendo a los años 70. Treinta años después el Gobierno español daba por fin su brazo a torcer y eliminaba la mili, la desobediencia había triunfado frente a la imposición.

La desobediencia civil no violenta se enfoca sobre todo en la esfera de la política y de su manifestación jurídica en las leyes. Incluyo en esta esfera la economía y políticas sociales que, en ambos casos, son también productos políticos. Y de eso trata este artículo que es apenas una introducción a un tema que, al calor de la movilización de cientos de miles de catalanes, vuelve a estar de actualidad. De modo que, si promuevo en algunas personas el volver a pensar, ya es suficiente.

Fue el filósofo iraní Ramin Jahanbegloo quien publicó en 2019 La obligación moral de desobedecer, dando continuidad a un debate ético y político apasionante. Estudioso de las ideas y acciones de activistas de la no violencia, este pensador sostiene que la objeción de conciencia y el ejercicio de la desobediencia son virtudes inseparables de la democracia.

Jahanbegloo es el continuador de un pensamiento que Henry David Thoreau ofreció al mundo con su conferencia La desobediencia civil que se publicó en 1849, siendo el libro de cabecera de Gandhi en su lucha de resistencia al imperio británico que ocupaba la India. También Martin Luther King entendió que en su lucha no violenta en defensa de la no discriminación de la población negra en EEUU el pensamiento de Thoreau representaba y representa una inspiración decisiva por su claridad y compromiso.

Lo cierto es que, a lo largo de la historia, la desobediencia civil pacífica ha sido artífice de conquistas sociales y políticas en toda la geografía de nuestro mundo, bien denunciando situaciones y leyes injustas, bien obligando a cambios democráticos, bien protestando por guerras y violencias. Desobedeciendo, se han logrado los derechos humanos, económicos, sociales, culturales. Como lo hizo Rosa Parks, que el 19 de marzo de 1956, no cedió su asiento a un hombre blanco, en Montgomery, contraviniendo las leyes racistas que se supone debía obedecer. Este sencillo, pero heroico hecho, desencadenó en Estados Unidos, un movimiento social contra el racismo sin precedentes.

La pregunta está servida, ¿qué debió prevalecer, la obediencia a la ley o lo que hizo la señora Parks? Las derechas de cualquier país dirán que la ley. Dirán que en todo caso el camino correcto hubiera sido cambiar la ley en el Congreso y Senado de Estados Unidos, aunque ello hubiese supuesto unos años más de sufrimiento de la población afroamericana. Pues bien, en mi opinión, la desobediencia civil nos dice que debe prevalecer la conciencia que se rebela contra leyes discriminatorias que atentan contra la libertad y a los derechos humanos. Hay leyes razonablemente injustas, y la democracia permite e invita a impedir su prolongación en el tiempo, mediante la desobediencia para derogarlas si es preciso. Claro que para estar de acuerdo con este razonamiento hay que compartir una noción básica de la democracia: no es solo votar, es participar entre elección y elección, es libertad, es igualdad, es más que un método. Este contenido de la democracia, para que sea real y no meramente discursivo, debe aceptar el derecho a la disidencia y a la exigencia legítima de quienes democráticamente defienden cambios en las leyes, bien por injustas, bien por discriminatorias, bien por insuficientes, al haber dejado de tener las virtudes que quizá, en el mejor de los casos, tuvieron en algún momento para quienes ahora las critican y practican la objeción de conciencia.

Vivir en democracia no es razón suficiente para obedecer la ley. La democracia en la lectura de la derecha es minimalista, mientras que para la izquierda debe garantizar los derechos de todos y todas, y de una manera especialmente sensible los de las minorías. Desde la derecha se argumentará que la democracia traducida en Estado de Derecho exige obediencia. Claro que es verdad que el Estado de Derecho fue un avance para los derechos de la ciudadanía, para la libertad y, por consiguiente, para la democracia misma. Pero el principio de legitimidad no es suficiente. El sistema democrático tiene que ser justo y para ello debe democratizarse de continuo

La democracia no es suficiente por si sola, instaurando elecciones y aprobando una Constitución. De hecho, la mayor prueba de la democracia no radica en dar el poder a una mayoría victoriosa, sino que en realidad se basa en una actitud, en una nueva forma distributiva de abordar la cuestión del poder, lo que pasa por la participación ciudadana en ámbitos de decisión. Lo cierto es que la promoción de la democracia no funciona en ausencia de una cultura democrática, parte de la cual ampara la rebelión pacífica ante lo injusto. De hecho, hemos de entender los derechos civiles como resultado histórico de la legítima desobediencia en la lucha por la democracia. La historia está repleta de ejemplos de cuestionamientos de la ley vigente para inaugurar una nueva realidad.

Es verdad que hay un debate que, a mi modo de ver, puede ser eterno. ¿La desobediencia civil es sólo para mejorar el sistema vigente o lo es asimismo para derribarlo? En primer lugar, la desobediencia civil no violenta, lejos de ir contra la democracia, busca y persigue la democracia. Derribar la democracia no está en sus planes. Por eso cuando se esgrime que no se puede apelar a la desobediencia civil para una secesión territorial, se está tratando de ocultar que el derecho a decidir es parte de la democracia. Lo que ocurre es que los independentistas catalanes, como los vascos, queremos caminar por la vía democrática hacia un modelo de relación con el estado español emanado del derecho a decidir.

El enfoque de la desobediencia civil, se encuentra con frecuencia con el bloqueo de que todas las vías legales están cerradas; la democracia encerrada con siete llaves. Por eso, cuando para un determinado asunto no hay vía legal posible es lícito que la desobediencia vaya más lejos y se oriente a la sustitución de una realidad política por otra, en un marco siempre democrático. Así lo entiende el presidente de Òmnium Cultural, Jordi Cuixart, preso político por defender la vía pacífica a la independencia de Catalunya, lo que no reivindica como imposición, sino como posible decisión soberana de la voluntad popular. De tal manera, donde algunos ven en la desobediencia catalana un acto revolucionario, otros como Cuixart la valoran como una forma de lucha para mejorar el sistema democrático representativo, tanto en Catalunya como en España.

Pero, entonces, ¿qué es la desobediencia civil? Es el acto de desacatar una norma que estamos obligados a cumplir. Por lo general se trata de una norma jurídica o de otra emanada de la autoridad, y cuya transgresión acarrea un castigo. La desobediencia puede ser activa o pasiva y tiene en ambos casos como objetivo principal traer cambios en el orden social o político que afectan a la libertad de la ciudadanía. La acción no violenta nos afirma en nuestra naturaleza política. En mi opinión la desobediencia civil en su relación con la libertad ideológica y de conciencia debería estar recogida en la Constitución.

Finalmente, pese a su imprecisión, la democracia necesita de la desobediencia civil no violenta para erigirse en una forma de gobierno y de convivencia en sociedad, en constante mejora. La democracia que necesitamos en el siglo XXI, para servir al interés primero y último de la soberanía popular, debe avanzar por el carril del cambio, si se para en vía muerta se oxida. Hay quienes entienden que el Tribunal Constitucional está precisamente para corregir o anular leyes improcedentes, Pero como señaló Thoreau el agotamiento de las vías judiciales lleva demasiado tiempo y no puede exigirse a la ciudadanía que sufra una legislación injusta durante años.

No me resisto a recomendar un buen libro, escrito por el filósofo vasco Antonio Casado, quien publicó en 2002 La desobediencia civil a partir de Thoreau (Editorial Gakoa).