ace un año, por estas fechas, me acababan de bajar a la UCI. Unos días antes había fallecido mi suegra de covid-19. Siempre recordaré esa bajada en el ascensor del hospital de Santiago en Vitoria-Gasteiz. Un revuelo enorme a mi alrededor, en el que a duras penas pude llamar desde el móvil a mi mujer para informarle escuetamente de que me bajaban a la UCI. Recuerdo cómo me llevaban, en la cama con ruedas por el pasillo, con médicos y enfermeros trajinando a mi alrededor, mientras ya me introducían las drogas que me sumieron en la más absoluta inconsciencia. Me sumí en el negro más absoluto, pero no me dio tiempo ni a tener miedo. Mientras estuve inconsciente en la UCI falleció otro familiar más, así como mucha más gente. Y sólo era el comienzo.

Desde entonces, tras el alta, he pasado por restricciones con temporadas más relajadas y otras más estrictas. Como todo el mundo, ahí ando, aguantando la fatiga pandémica como buenamente puedo, con sus correspondientes repercusiones económicas, trabajando en sectores con dificultades que, a diferencia de las que padece la hostelería, poco o ningún reflejo mediático tienen. Como la mayoría.

A la vez, los medios de comunicación nos lanzan mensajes esperanzadores de las vacunas, aunque no exentos de altibajos. Que si determinada vacuna es o no es del todo segura. Que no, que funciona muy bien. Que si no se producen al ritmo prometido por el sector empresarial correspondiente. En fin, ojalá acabe pasando con las vacunas lo que pasó con las mascarillas. De bien escaso que no inspiraba la confianza de todos, a bien de uso habitual, obligatorio incluso, que puedes comprar casi de saldo en cualquier tienda de la esquina. Eso sí, aunque parece que va a ser el comienzo del final de esta pesadilla, no nos hagamos ilusiones. Habrá sin duda más altibajos imprevistos para recuperar esa normalidad que añoramos. Pero las vacunas nos pondrán, sin la menor duda, en un carril más acertado hacia la recuperación.

Nuestros abuelos, con guerras y reconstrucciones penosas, lo pasaron bastante peor que nosotros. Hoy los sirios, a los que apenas ayudamos, lo están pasando peor que nuestros abuelos incluso porque a su guerra, en la que influyen nuestros gobiernos, hay que añadir la pandemia. A quienes viven en el tercer mundo les pasa igual, sustituyendo guerra por miseria. Y están los últimos en la cola para recibir sus vacunas, esas a las que teóricamente tenemos derecho todos por igual.

Habiendo pasado por todo ello y viendo todas estas situaciones, me indigno por igual tanto cuando veo estos casos de gente irresponsable en fiestas como de personas que se resisten a ponerse la mascarilla de forma correcta, es decir, cubriéndose nariz y boca. Sólo los negacionistas me caen aún peor. Y me quedo perplejo cuando les damos argumentos y excusas con incoherencias en las medidas que se adoptan. Gente con apellidos igual de difíciles de pronunciar que el mío, vienen y se mueven a sus anchas en aras de la sacrosanta Diosa Economía, mientras aquí nos tenemos que confinar dentro de nuestras comunidades autónomas. Y esa es la consecuencia menos grave, claro. Esperemos que no nos traigan más contagios, ya que Alemania acaba de frenar la desescalada, ha cerrado comercios y ahora pide no viajar por la cuarta ola que ya califica de "nueva pandemia".

He tenido una suerte inmensa, lo he podido contar. Tengo un recuerdo muy especial y de inmenso agradecimiento a los médicos y sanitarios que me atendieron hace un año. Desgraciadamente, mi amigo y compañero de Bachiller en Madrid, Jose Armada, no tuvo esa suerte. Ingresó en el Isabel Zendal con un cuadro igualito al mío hace unas semanas y ha fallecido. Mi recuerdo para él y para otra gente que me falta, y me lleva precisamente a que ahora nos toca ser resistentes a la vez que coherentes. Esto no ha acabado aún. No sé si el final de la pesadilla está más o menos cerca que antes. Llegará cuando tenga que llegar, pero las irresponsabilidades y las incoherencias no ayudan. Eso es seguro.

Activista de derechos humanos