a ola de protestas que sacudió el mundo musulmán hace una década en la llamada Primavera Árabe fue, por desgracia, una revolución sin continuidad. El tiempo ha vuelto a dejar las cosas en su sitio y de la peor manera posible. Pero todavía cabe apreciar que no está dicha la última palabra porque el ser humano es pertinaz y los lugares donde corrió, como un reguero de pólvora, no se han doblegado a la adversidad.

Desde Túnez a Siria, pasando por Libia, Yemen y Egipto, esta primavera tuvo sus ecos en otros muchos lugares reclamando justicia y dignidad, una mejora de su situación social y un ansia de futuro. Y esta clase de procesos son de combustión espontánea, pero se fraguan a fuego lento, teniendo que derribar muchas barreras y resistencias internas hasta que, por fin, se consolidan definitivamente. Dos lustros en la historia humana no son apenas nada. En Europa, podríamos retrotraernos a lo que significó en su día la Revolución Francesa (1789), salvando las diferencias. Los hombres y mujeres que tomaron La Bastilla, símbolo de la opresión, aún tuvieron que ver como la revolución y sus grandes utopías eran acalladas de mala manera por el absolutismo y la restauración, aunque una vez que enraizó su proclama tanto en el país galo como en el resto del continente nunca serían los mismos.

Así pues, los procesos revolucionarios que se dieron a lo largo y ancho de Europa a partir de ese momento tardaron en consolidarse (y no se logró en todos los lugares de igual manera, ni con la misma fortaleza). Y, a pesar de todo, el siglo XIX no alumbraría un siglo XX mejor, sino más cruel y destructivo, en el que surgieron los terribles totalitarismos de izquierdas y de derechas. Desde luego, teniendo en cuenta esta comparativa no parece que haya muchos visos de una esperanza de transformación democrática, a corto plazo, en el mundo musulmán. Y puede que sea así. Pero eso no evita pensar que la llama de la esperanza ya ha sido encendida (mal que bien), y que lo que parecía impensable ha sido posible, no pudiendo ya apagarla por completo. Claro que cambiar las rígidas o arcaicas estructuras de los estados, sus mentalidades y sus poderes en otros democráticos y operativos no es nada sencillo, y no se produce de la noche a la mañana.

Hace falta abordar una serie de cambios contra los cuales habrá siempre grupos poderosos que se opondrán, por miedo, incomprensión, recelo, obcecación o puro egoísmo. En otros casos, incluso aquellas fuerzas que determinan y posibilitan el cambio pueden verse atrapadas por su propia espiral y contradicciones (como sucediera con Napoleón, que acabó por convertirse en emperador). De hecho, las sociedades musulmanas han sufrido en sus carnes la represión y desgarradoras guerras civiles y saben que el trayecto hasta la consecución de su madurez no va a ser nada sencillo todavía. Sin embargo, el palpitar de tales impulsos populares no puede darse por acallado de forma definitiva. Incluso, cuando estamos tratando de sociedades consolidadas, democráticas y modernas, se puede dar una involución, lo cual es muy indicativo de que nada está asegurado eternamente. Pues no debemos olvidar que los ciudadanos siempre incrementan el nivel de sus aspiraciones o seguridades (de ahí que, falsamente, los movimientos reaccionarios, ante el temor a la inmigración hayan logrado ganar tanta influencia).

En todo caso, el mundo musulmán ha comprobado que los movimientos contestatarios son una poderosa ola de presión. Por desgracia, en la mayoría de los casos señalados han acabado mal, con un uso coercitivo de la violencia por parte de los gobiernos de turno incapaces de dar soluciones efectivas a la población y, sobre todo, asumir que están a su servicio.

En algunos otros ejemplos, la protesta social ha acabado por desencadenar conflictos de larga duración que se resisten a irse, como son los sangrantes casos de Libia y Siria. Pero es evidente que algo se ha alterado y que el hecho en sí de tales procesos no es inocuo. El triunfo en Túnez de una revolución pacífica confirma que un marco constitucional parlamentario es posible en un país musulmán, sin excesiva violencia, si la población se compromete.

En otras palabras, que el Islam y su cultura religiosa no son incompatibles con un sistema de libertades en tanto se sabe controlar a los fanáticos de turno. Cierto es que cada país sostiene unas idiosincrasias y que son difícilmente comparables sus dinámicas internas unos a otros. La herencia colonial, la estructura étnica, el liderazgo o la fortaleza de los estamentos y jerarquías determinan, sin duda, su estabilidad y su inmovilismo.

La Primavera Árabe ha demostrado, asimismo, que las sociedades musulmanas son más complejas y poliédricas de lo que sospechábamos, y que aunque todavía están atrapadas en antagonismos duales, conservadurismo versus progresismo, laicismo versus confesionalidad, democracia versus autocracia o teocracia€ en una población tremendamente joven y dinámica cuyas aspiraciones son, en muchos casos, el granjearse un futuro mucho mejor del que observan a su alrededor, es previsible que se den nuevos chispazos. Si bien, les hará falta organizaciones capaces de gestionar ese anhelo y poder cambiar así, desde abajo, las cosas. Mayormente, el temor a que grupos ultramontanos sean los que encabecen estas manifestaciones está ahí. Tanto como que los gobiernos autocráticos (cuyas intenciones, al principio, puede ser muy buenas y modernizadoras, pero suelen acabar siempre presas de la corrupción de sus propias inercias internas, ante la falta de pluralidad y contrapoderes que corrijan los vicios del sistema) sean los que impidan, mediante la coerción y el control social, el cambio. A la vista está que no se ha logrado, en general, dar en la tecla porque el aumento del descontento social no ha menguado ante unas condiciones de vida que se han precarizado. Todo apunta a que la Primavera Árabe, ni mucho menos, se ha cerrado en falso y que su devenir solo acaba de empezar a escribirse...

Doctor en Historia Contemporánea