alían los espectadores del concierto de Raphael el pasado 20 de diciembre y ahí estaban las televisiones para contarlo. Un chico jacarandoso decía "¡Para mí, la Navidad y Raphael son lo mismo!" Dos abrigadas señoras contaban que había medidas de seguridad en el recinto y que "si se cumple lo que dicen las autoridades, no hay por qué suspender nada". Una tercera se asomaba desafiante a la pantalla afirmando que pensaba volver a la función del día siguiente, "porque a mí esto me da la vida". Algún periódico tituló "Raphael arrasa en el concierto más multitudinario de la pandemia". Cada una de las dos sesiones congregó a unas 5.000 personas. Estadísticamente, y teniendo en cuenta la prevalencia de coronavirus en aquel momento en Madrid, se puede decir que unos 20 espectadores tenían una infección activa que pudieron propagar durante las dos horas del sarao. La organización del espectáculo había separado las sillas metro y medio, puso los ventiladores al máximo y tuvo la publicitaria gentileza de regalar una mascarilla a cada espectador, como si estos no la debieran traer puesta desde casa. Parece que no hay estupidez bastante en este país como para que dejemos de asombrarnos ante lo que ocurre. Cuando se apela a que este tipo de cosas están oficialmente autorizadas se elude responder lo principal: ¿qué necesidad había de organizar los conciertos?, ¿son una actividad prescindible?, ¿prevalece el show business frente a proteger la salud?

Lo de la actuación del septuagenario cantante representa todo lo que gravita sobre el tremendo problema que vivimos. La pandemia se está gestionando desde un modelo político publificador e intervencionista, que pone énfasis en las normas que emanan de las autoridades y jibariza la responsabilidad personal que tenemos cada uno de nosotros para cuidarnos ante la amenaza infecciosa. Es el sino de este país, en este asunto y en tantos otros. Se producen toneladas de páginas en los boletines oficiales para establecer obligaciones, por inopinadas que sean, y como consecuencia surge un país de pícaros, un ordinary people en búsqueda permanente de la rendija que permita soslayar aquello que asfixia, tanta prosopopéyica prescripción. Es lo que representan a la perfección esos que no pueden pasar sin su concierto navideño, aunque esté muriendo gente en las UCI, y que se refugian en un cumplimiento formal de lo que dice no sé qué párrafo de no sé qué decreto. Defenderé siempre que haya una autoridad sanitaria robusta, y que sea absoluto el cumplimiento de lo que de esa autoridad emane. Pero el punto al que hemos llegado es el de la conjunción de un atropellamiento de normas inventadas con precipitación, con una población desconfiada, hastiada y que acaba haciendo más o menos lo que le viene en gana. No estamos ante una tercera ola, sino en la exacerbación de la segunda, la rotura evidente de las cuadernas de un paquebote eufónicamente llamado cogobernanza con el que creíamos que podíamos culminar la travesía. Cada comunidad autónoma exhibe su repertorio de ocurrencias, el presidente del Gobierno ya nos ha dicho que le importa más un candidato a unas elecciones autonómicas que un ministro de Sanidad, y el virus gana terreno cada día. Acabaremos enero peor que estábamos en abril del año pasado, la vacuna no aparece en las jeringuillas de la noche a la mañana, y el patógeno ya nos ha contado que está dispuesto a mutar y a complicarnos mucho más las cosas.

¿Qué más cabe hacer? El Gobierno no quiere decretar un nuevo confinamiento domiciliario porque sería reconocer un criminal fracaso. Así que la invectiva oficial elabora sucedáneos como los toques de queda, los cierres de actividades o las limitaciones para las reuniones sociales. Cualquier cosa menos abundar en la raíz del problema: la responsabilidad que cada cual tiene para protegerse y proteger a los demás. He recordado a Kant, cuando quiso formular una norma de conducta universal, un mandamiento autónomo que no dependiera de ninguna religión ni ideología, capaz de regir el comportamiento humano en todas sus manifestaciones. Aquello de "actúa solo como si lo que tú haces pudiera convertirse en una ley universal", o "haz tú lo que te gustaría que hiciesen los demás", por simplificar. Hay un imperativo categórico para combatir la pandemia. Compórtate como si estuvieras infectado. Imagina que eres tú el que puede transmitir la enfermedad en cualquier momento, y en todo momento. Obra en consecuencia. Si así fuera, si todos adaptáramos nuestra vida y comportamientos a este modelo de indelegable responsabilidad individual, el problema se terminaba en unos meses.