n el conjunto de América Latina los populismos irrumpieron en contextos de crisis de los regímenes oligárquicos. Fueron movimientos multiclasistas de la burguesía industrial, de la clase media y el proletariado. Los populismos entonces fueron vistos como transversales y democratizadores, pues expandieron el electorado y basaron su legitimidad en ganar elecciones limpias. Ocuparon espacios que brinda la democracia y de los cuales los pobres y no blancos estaban excluidos, desplegando una liturgia emocional. Fue en una época de sustitución de las importaciones y de nacionalismos.

¿Qué de bueno tuvieron estos populismos? El economista ecuatoriano Carlos de la Torre responde de esta manera: "La política económica de los populistas redistribuyó el ingreso, subió los salarios mínimos y promocionó la organización sindical. En muchos casos se lograron transformaciones estructurales como la reforma agraria. Además, en sociedades racistas, estos gobiernos incluyeron a los más pobres y a los indígenas, representándolos como los baluartes de la verdadera nacionalidad". Realmente fue así.

Ciertamente, en el siglo XX, en América Latina, el populismo incorporó a millones de personas a la participación política. Pasaron de ser poblaciones ignoradas, desconocidas para la administración, a figurar en los censos electorales con pleno derecho. Multitudes expulsadas de la vida política encontraron un espacio material y simbólico que antes nunca tuvieron. Dieron el primer paso para convertirse en ciudadanía.

Hoy día, el racionalismo político rechaza el populismo por ser de naturaleza demagógica al dar respuestas fáciles a problemas complejos; por promocionar liderazgos caudillistas, mesiánicos; y por fomentar una identidad colectiva basada en lo emocional. La crítica es demoledora. Sin embargo, para no caer en lo misma acusación que cargamos sobre el populismo, no debiéramos conformarnos con dar una repuesta simple a un asunto complejo.

No hay un solo modelo de populismo. Los hay de derechas y los hay de izquierdas, y los hay híbridos. En casi todos ellos una misma tensión caracteriza su mayor dilema: fomentar una mayor inclusión y participación crítica de los de abajo, o permitir la apropiación de la voluntad popular por parte del líder autócrata que sectariza a sus seguidores, inoculándoles el odio. El criticado populismo argentino de Juan Domingo Perón buscó las dos cosas. Dio participación a los "descamisados" protegidos por Evita y al mismo tiempo los seducía y sometía con soflamas sectarias. Pero no hay un populismo unívoco, si bien todos tienen denominadores comunes: la noción de pueblo como un todo coherente y unido; el rol de líderes providenciales; el proteccionismo económico; la desconsideración de la división de poderes€ Con matizaciones, los populismos comparten estos supuestos.

Tal vez la crítica más radical que puede hacerse al populismo es que su fórmula de gobernanza es un liderazgo que se exhibe por encima y contra el Estado de derecho. En este punto convergen los populismos. Sin embargo y pese a ello, los dos tipos de populismo, el que rescata a los olvidados y el neofascista, son un síntoma del fracaso de la democracia formal que previamente abandonó a las mayorías.

En ambos casos, sus seguidores creen de verdad que la solución a sus problemas vendrá de la mano del apoyo al líder mesiánico y a sus promesas. Los dirigentes saben que manipulan, pero la gente corriente que los vota les seguiría hasta el fin del mundo. El caso de Donald Trump lo pone en evidencia: 75 millones de votos no son una minucia. Pero su populismo supremacista no tiene que ver con el populismo que apela a la lucha contra la pobreza, es de signo fascista.

Es sobre todo la política formal, convencional, arcaica, la que ataca sin piedad a todos los populismos como si fueran iguales, pero me parece interesante decir que la democracia formal, liberal, reúne también los atributos negativos del populismo. La demagogia está presente con vigor en la política europea que miente e incumple sus promesas. El liderazgo concentrado está sustituyendo a los espacios deliberativos de las instituciones representativas y de los partidos políticos, y la división de poderes está más que cuestionada, por la incidencia brutal de poderes económicos no votados y la incursión de los jueces en la política. De modo que en la Europa occidental no tenemos mucho de que fardar. Además, en el Este europeo, el populismo de derechas está muy presente en varios países de la ex URSS que hoy son parte de la Unión Europea. Por no hablar del populismo norteamericano que está demostrando hasta dónde puede arrastrar a la democracia.

Conozco el pasado y el devenir de la política en América Latina donde he podido comprobar los aspectos negativos del populismo, pero también aquellos otros que me mueven a hacer una cautelosa valoración, condicionada, del populismo. Desde luego, esto no quita que esté de acuerdo con el sociólogo argentino Gino Germani cuando afirma que "el populismo es una forma de dominación autoritaria ligada a la transición de sociedades tradicionales a la modernidad".

Sucedió en la Argentina peronista que construyó una relación con el pueblo de tipo carismático y personal. Fue Evita Perón la que lo bordó. La visita de la pareja gobernante a las plantas productivas y sindicatos, a los medios de comunicación, fue la manera más eficaz de afianzar la figura de Juan Domingo Perón y de impulsar una participación política no mediada por las instituciones y subordinada a la adhesión a un liderazgo que siendo autoritario se presentaba como el único que podía ayudar a los trabajadores.

Claro que el liberalismo y más aún el neoliberalismo se horroriza por el populismo que asocia con las izquierdas mientras que tolera el populismo húngaro o polaco. En cualquiera de los casos el liberalismo ve en el populismo de izquierdas una amenaza y lo considera potencialmente incontrolable.

Para el economista ecuatoriano Carlos de la Torre, líderes como Hugo Chávez, Evo Morales y Rafael Correa irrumpen en contra de la partitocracia y del neoliberalismo. Son líderes que no se reconocen como políticos regulares, sino que se sienten responsables de lograr una segunda independencia y una revolución cultural anticolonial. Proponen una sociedad plurinacional y la coexistencia de una democracia representativa con formas comunales indígenas. En estos casos el populismo se revela como una expresión histórica que aprovecha la ausencia de sociedad suficientemente estructurada y representada en los partidos políticos tradicionales. Líderes populares que una vez en el gobierno no toman muy en cuenta las formalidades pero encarnan los deseos de cambio, siendo la expresión principal de la representación.

Llegado a este punto, lo que quiero destacar es que la acusación al populismo de cuanto significa antipolítica no es justa y en todo caso es muy pobre. La desafección ciudadana no es cosa del populismo sino, por el contrario, resultado de un fracaso de la democracia liberal mal ejecutada. Los partidos políticos son precisamente agentes que segmentan la sociedad y provocan hartazgo por la incapacidad de llegar a acuerdos. Por su parte, el populismo con sus dos caras es la respuesta a una democracia lánguida, líquida, incapaz de suscitar entusiasmo y, sobre todo, de ser un instrumento de inclusión que no deje a la gente fuera de la participación política. ¿Es el populismo la ideología ascendente del siglo XXI? ¿Va ocupando el vacío que va dejando una democracia debilitada desde adentro, e impugnada desde amplios sectores de la sociedad?

Se debería construir de nuevo un modelo político que recupere la buena política para partidos y sindicatos, e ilusione y ofrezca garantías de transparencia y eficacia. Naturalmente, un modelo así solo puede ser radicalmente democrático.