ay quien afirma que los acuerdos del 21 de julio convierten a 2020 en algo así como el año 1 de una nueva fase en la evolución de la Unión Europea. Es cierto que, por primera vez, los estados miembros han acordado que el presupuesto comunitario sea mayor en los gastos que en los ingresos. No otra cosa es haber incorporado 77.500 millones de euros del programa extraordinario a financiar con deuda comunitaria a diversas partidas del marco presupuestario del próximo septenio (REACT-EU, Horizonte Europa, InvestEU, Desarrollo rural, rescEU y el Fondo de Transición Justa son las partidas que reciben esa financiación extraordinaria). O dicho de otra forma: el presupuesto para el próximo septenio propuesto por el Consejo, a falta de ratificación por el Parlamento Europeo, no será de 1.074.309 millones de euros, a financiar a tocateja por los países miembros, sino de 1.151.809 millones de euros; no es que se hayan estirado mucho los jefes de gobierno, porque es una cantidad muy parecida a la que proponía la Comisión en mayo de 2018 (1.160.606 millones), así que por lo menos esta vez no se ha cumplido la tradición por la que la Comisión propone una cantidad, el Consejo recorta la propuesta y el Parlamento aprueba finalmente una cantidad ligeramente superior a la del Consejo pero inferior a la propuesta inicial.

Aunque el porcentaje de deuda pública europea asociada al presupuesto es pequeña (7% del presupuesto, menos del 0,1% del PIB comunitario), todo es empezar. No sería un resultado menor si una buena ejecución de estos recursos diera al traste con el mantra neoliberal de la obligatoriedad del equilibrio presupuestario.

Otra novedad interesante es que se ha aprobado la creación de impuestos europeos para financiar una parte del presupuesto de forma directa: a partir del año próximo se instaurará un nuevo recurso propio basado en los residuos plásticos no reciclados, que a razón de 0,8 euros por kilo puede suponer entre 150 y 200 millones de euros solo desde España. Además, en los próximos meses la Comisión presentará propuestas para un mecanismo de ajuste en frontera de las emisiones de carbono y un impuesto digital, que entrarían en vigor en 2023, y también se ha acordado establecer un impuesto a las transacciones financieras bajo una modalidad y fecha de puesta en marcha aún por determinar.

Además de las partidas presupuestarias, se ha aprobado emitir deuda para distribuir entre los países más castigados por la pandemia -y entre los demás, probablemente también- 312.500 millones de euros en subvenciones y créditos por valor de 360.000 millones para inversiones estratégicas tasadas (formación, salud, digitalización, ferrocarriles y economía verde). Esos 672.500 millones equivalen al 0,7% del PIB de la UE, que es el nivel del esfuerzo acordado para atender a la situación de emergencia económica y social de la pandemia. Aquí no se puede decir que los gobernantes hayan sido muy osados. Si solamente en España, la creación de valor ha disminuido un 6% desde enero y la actividad industrial un 15%, las importaciones un 18% y las exportaciones un 17%, y la situación en otros grandes países como Italia, Francia o Alemania no es mucho mejor, un programa comunitario de inversiones inferior a un punto del PIB es menos que insuficiente para relanzar la actividad económica.

Y aquí es donde aparece otra de las limitaciones estructurales del diseño actual de la UE, pues en ausencia de control sobre la emisión monetaria, los gobiernos nacionales solo pueden aplicar paliativos asociados a la redistribución del ingreso (aumentar impuestos para financiar inversiones y rentas) pero no mucho más, ya que como quedó demostrado en la crisis del 2009, con la experiencia de Estados Unidos, Gran Bretaña o Japón, la principal palanca para compensar una recesión aguda es la monetaria, no la fiscal.

Así que todo el autobombo que se da la Comisión al afirmar que se han movilizado 4,2 billones de euros en la UE para afrontar la crisis derivada del

Esa propaganda oculta que al menos 3 de esos 4 billones son avales del estado para facilitar que las empresas, ya de por si altamente endeudadas en casi todos los países salvo Alemania, se endeuden aún más con la garantía del Estado correspondiente, es decir, tan solo se traslada el problema a un futuro más o menos cercano, cuando muchas de las empresas dejen de pagar y los prestamistas exijan la ejecución de los avales.

Por otro lado, los 672.500 del Mecanismo de Recuperación y Resiliencia se van a ir gastando poco a poco hasta 2026 -para el año próximo solo se prevé distribuir 67.250 millones- con lo cual, lejos de ser un programa de compensación de corto plazo para intervenir en la coyuntura de la pandemia, se plantea más bien como un programa de cambio estructural a medio plazo.

Por tanto, no estamos ante un programa de reconstrucción que suponga ni de lejos el 2,5% del PIB de los países europeos, que es el alcance que tuvo el Plan Marshall. Si el BCE mantiene la tradición de Draghi y hace algunas maniobras para resolver la situación, solo en ese caso, y en un contexto pospandemia, es posible que la Unión Europea, tras un breve periodo de rápida recuperación, vuelva al estancamiento de largo plazo con crecimientos en torno al 1% del PIB.

Lo mejor que podría traer esta decisión del Consejo no es la supuesta lluvia de millones que ya está agitando las aguas políticas locales, sino la superación no solo temporal, sino definitiva, de la camisa de fuerza económica de las reglas neoliberales de la UE en materia de equilibrio presupuestario, con el quimérico límite del 60% de deuda pública; pero también en lo referido a las ayudas de estado, que no tienen en cuenta la realidad global de la competencia internacional y el grado de centralización del capital en muchos sectores; en la política monetaria, que no puede limitarse al objetivo de inflación; en la obsesión contra los sistemas públicos de pensiones, mucho más eficientes y menos costosos que los cada vez más onerosos sistemas privados como el holandés o mixtos como el alemán; en la ausencias de políticas de armonización fiscal y social; la promoción irrestricta del neomercantilismo como receta para todos los estados miembros; o, en general, la asimetría de influencia entre capital y trabajo en la política comunitaria y en el BCE.

Pero ante tan improbable rectificación, a lo más que podemos aspirar es a contar con que Estados Unidos, en modo preelectoral, tenga en la actual coyuntura poca capacidad de maniobra y no actúe para agravar las perspectivas europeas. Porque lo más previsible es que en los próximos años veamos cómo la economía -y por lo tanto la política mundial- bascula un poco más hacia Asia mientras Europa se mantiene en su letargo geopolítico, viviendo de las rentas. Mientras duren.

Profesor de Economía Aplicada de la UPV/EHU