sisto con gran estupefacción a las reiteradas declaraciones que están realizando en los últimos días los líderes de la izquierda abertzale en su tarea de explicar, cuando no justificar, su actuación ante las agresiones sexuales vividas por varias mujeres de su entorno político, tanto en Zarautz como en Hernani. Escucho como si fuera una explicación de lo más razonable, que Sortu cuenta con todo un procedimiento interno elaborado junto al movimiento feminista (afirmación de la que no se aportan más detalles) para abordar este tipo de situaciones donde se trabaja con un planteamiento que busca superar las "etiquetas" que marcan los roles de agresor y agredida y la "dicotomía entre víctima y culpable".

Dejando al margen esta necesidad de hacer uso de una compleja retórica para explicar que, también en la izquierda abertzale, hay hombres que agreden y mujeres que son víctimas, hay un límite que se ha traspasado a la hora de abordar estos casos, algo demasiado grave como para que se consolide como un procedimiento natural, una afirmación que echa por tierra años de lucha para hacer frente a esta violencia de género milenaria. Y es que, según el mensaje que nos llega desde este espacio político, tienen mecanismos para que estos "asuntos" se analicen y se resuelvan dentro. Los trapos sucios se limpian en casa.

Como si la violencia contra las mujeres no fuera un problema estructural y no debiera tener una respuesta acorde, como si la justicia no debiera intervenir en la reparación del daño, como si la exigencia del movimiento feminista durante décadas hubiera sido la implantación de protocolos de actuación en cada empresa, organización, partido político (o en cada espacio familiar) y no una respuesta al máximo nivel desde el ámbito social, institucional o judicial para ir erradicando este maltrato. Como si cada organización tuviera que activar una justicia paralela sobre el errático comportamiento de uno de sus miembros, aunque eso fuera delito más allá de los límites de la sede del partido. Es más, si nos limitamos a lo conocido hasta ahora, nada de lo que ha sucedido en Hernani o en Zarautz se contabilizará en las estadísticas si no existe una denuncia formal. A todos los efectos, lo que sucedió, no habrá existido.

No hay mucha distancia entre eso y lo que la Iglesia católica ha ido practicando a lo largo de décadas con los casos de pederastia de algunos de sus sacerdotes, esas ovejas descarriadas a las que se las alejaba de su entorno y se les daba cobijo para que pudieran "reeducarse" (ver la magnífica película El club donde se relata el retiro elegido por la curia chilena para los curas que pecaron). Ante la dureza en reconocer que el maltratador, agresor o violador es uno de nuestro entorno -y gente que, además, parece ser que cuenta con pedigrí- quizá opten también en estos casos por enviar a los presuntos autores fuera del municipio o de la cuadrilla, el mismo entorno que en muchos casos ha sido testigo directo de lo que sucedía. Y ante todo esto, veo muy lejos a algunos representantes municipales, su silencio es atronador. Apenas se oyen las voces de algunas feministas, y subrayo muy intencionadamente lo de algunas, de quien espero que antepongan la bandera violeta en su dramática dicotomía, ésta sí, de denunciar los hechos sin salvedades, a pesar de que el señalado sea uno de los nuestros. Porque cuando se agrede a una de nosotras, se agrede a todas, y esa defensa colectiva es lo que nos está haciendo fuertes cada día y cada 8 de Marzo. Es el proceso de empoderamiento que ya no tiene vuelta atrás entre la juventud vasca. La misma que ha salido a la calle, también en Hernani y en Zarautz.