l miedo es inherente a nuestra naturaleza. El miedo forma parte de la condición humana. A priori tiene mala prensa. Cuando decimos de una persona que es miedosa no le hacemos un halago. Sí, por el contrario, cuando decimos que es una persona valiente. Sin embargo, el miedo tiene una funcionalidad clave, fundamental en la vida humana, que reside en movilizarnos física y psíquicamente, disponiéndonos así a luchar contra los peligros. Posiblemente la persona que, en el campo de la historia, más ha trabajado el tema del miedo (en la psicología, antropología y psiquiatría hay otros muchos excelentes) es Jean Delumeau, uno de los escasos doctores honoris causa de la Universidad de Deusto, fallecido en enero de este año 2020 con cerca de 97 años de edad. De su ingente obra destaca un voluminoso libro que publicó el año 1978 titulado El miedo en Occidente. Lo leí en su tiempo y lo tengo perdido. Pero en 2015 llevó a cabo una recopilación de sus principales trabajos, pensando en el siglo XXI, que utilizo para escribir estas líneas.

Jean Delumeau, en una conferencia que pronunció en Abu Dhabi en 2010, resaltó lo que muchos han señalado: que "sin el miedo ninguna especie hubiera sobrevivido". El miedo nos obliga a tomar medidas de precaución y prevención ante un peligro. Pero, añade Delumeau, que, si el miedo sobrepasa lo razonable, se convierte en algo patológico, crea bloqueos y puede provocar una descomposición de la persona. Incluso, se puede morir de miedo. Morir, no solamente en la concepción meramente biológica de la vida, sino morir socialmente, psicológicamente, laboralmente. Puede también, por la instauración del escrúpulo, dar paso a un alma atormentada que le conduzca a una involución psicológica y social, hasta convertirse en una persona retraída, timorata, desconfiada, paralizada.

La regresión hacia el miedo paralizante es un peligro que acecha en el ámbito de lo político (ante una dictadura o ante el terrorismo, primos hermanos entre sí) o religioso (así en la cristiandad, particular, pero no exclusivamente, con la Inquisición, y actualmente con el islamismo fundamentalista). También lo comprobamos ahora con la pandemia del COVID-19.

Todos hemos visto, leído o escuchado estos días pasados en los medios de comunicación social, así como en conversaciones entre amigos o con familiares, cómo en bastantes localidades pequeñas tienen miedo a la afluencia de personas que vayan allí a disfrutar, sea de sus playas, de una segunda residencia, de unas bodegas etc., por miedo al contagio. Hay, en efecto, pequeñas localidades en Euskadi y Navarra que se han librado del COVID-19 y que se han sentido tranquilas durante la prohibición para desplazarse fuera de su propia localidad, porque se han sentido seguras sin la afluencia de personas de otros lugares, con el riesgo de contagio que conlleva la aglomeración. Y aglomeración en estos tiempos equivale a diez o quince personas, según fases y países.

Y, ¿cuántos padres no son reticentes a enviar a sus hijos a la escuela por temor al contagio? Y no solamente los padres, sino también los profesores, algunos sindicatos de la enseñanza y sindicatos en general. Lo hemos visto en nuestro propio entorno, y en otras partes, en España, Francia, en algunos países nórdicos etc., donde hay padres que no envían a sus hijos al colegio. Y ello pese a las medidas extraordinarias (que solamente los países ricos se pueden permitir) de rotar a los niños (ya de cierta edad) para que puedan ir al colegio dos días a la semana, e instalarlos en aulas de diez alumnos con dos profesores o cuidadores. Es lo que sucede en algunos lugares de Francia. Puedo dar fe de ello.

El 29 de mayo se publicó un estudio realizado en EEUU por una empresa dedicada a la estadística de eventos deportivos y culturales (teatro, conciertos, óperas, etc.), en el que se refleja la reticencia del público a volver a espectáculos masivos, y que un alto porcentaje (el 70% de la población) se inclina por el streaming desde casa, y más de la mitad manifiestan su miedo al contagio y a un posible rebrote del COVID-19.

Además, aunque las autoridades den el visto bueno a la celebración de espectáculos con aforo reducido e informen del escaso riesgo de contagio si se adoptan las medidas de seguridad, un 60% de los encuestados afirma sentirse inseguro.

No quiero ofender a los profesionales de los medios (que viven tiempos muy difíciles), pero hace semanas que me cuesta mucho ver los telediarios en particular y gran parte de los programas de la TV, convertidos en documentales sobre la pandemia, rivalizando, en sus contenidos, en imágenes lacrimógenas, lo más tremebundas posibles, y en un cúmulo de recomendaciones de lo que hay que hacer y no hacer, de lo prohibido y de lo permitido. Hace décadas que muchos medios se han convertido en sermones laicos de lo políticamente correcto o en profesionales de la protesta, que viene a ser lo mismo. Ahora, con el COVID-19, me han recordado a los sermones religiosos de mi infancia, donde nos metían el miedo en el cuerpo con el infierno y nos aconsejaban cómo comportarnos para eludirlo. Creo que las televisiones con el monotema tremendista del COVID-19 habrán conseguido, ciertamente meter miedo, muy posiblemente en más de un caso frenar algunos contagios, pero yo no echaría en saco roto el efecto rebote del hartazgo. En algunos casos, como el mío, que deje de informarme por la TV y lo haga por la prensa escrita, en papel u online. Entiéndaseme. El motivo no es que sus informaciones sean más fidedignas, ecuánimes y mesuradas que las de la TV, sino el hecho de que mientras en la TV y en la radio el emisor ordena y decide qué emitir, y quien visiona o escucha es mera figura pasiva, en la prensa escrita el que decide qué leer es el lector, figura activa. Y no digamos en Internet, con la posibilidad de intercambiar opiniones en clúster de amigos, luego con nombre y apellido, no con anónimos, la gran lacra de la comunicación actual. Pero este tema requiere tratamiento propio y aquí lo dejo.

Cuatro apuntes para cerrar. Primero. En Euskadi, ciertamente hay miedo al COVID-19. Ya lo hemos mostrado. Pero la imagen de las playas, y las de algunas aglomeraciones, nos dicen lo contrario. ¿Despreocupación? ¿Liberación? ¿Prefiguración del mundo post-COVID-19?

Segundo. Del miedo al COVID-19 ya hemos pasado al miedo a la pérdida de trabajo o a la pobreza. Otra cuestión que exige tratamiento propio. Solamente repetiré aquí, en frase telegráfica que exige mil matizaciones, que la pobreza me parece tan o más grave que la salud.

Tercero. Desde hace décadas, siendo el 11 de septiembre de 2001 una fecha clave, hemos perdido toneladas de libertad para ganar, si es que hemos ganado, unos gramos de seguridad. La seguridad, tras el dinero, se han convertido en dos de los dioses más importantes a los que rendimos pleitesía en esta curiosa sociedad secular repleta de dioses a la carta.

Por último. Las autoridades sanitarias y las políticas seguro que se han equivocado en algunas de sus disposiciones. En su día habrá que analizarlas y valorarlas. Pero no ahora. Ahora toca obedecer. Y por mi parte, agradecer sus esfuerzos y dedicación. Aunque, a veces, no entendamos algunas de sus decisiones.