os cisnes negros existen, aunque antes de su avistamiento en el río Swan, en Australia Occidental, por el explorador neerlandés Willems de Vlamingh a finales del siglo XVII, los europeos estaban convencidos de que todos los cisnes eran blancos. Una afirmación empíricamente confirmada por miles de años de observaciones. Sin embargo, "una única observación puede invalidar una declaración general derivada de milenios de avistamientos confirmatorios de millones de cisnes blancos". Así empieza el libro de Nassim Taleb, El cisne negro: el impacto de lo altamente improbable (2007), que utiliza el cisne negro como metáfora para referirse a aquellos hechos fortuitos que, de repente, cambian todas las predicciones y generan incertidumbre e inseguridad. Y así, como si de un cisne negro se tratara, se ha interpretado en Occidente la pandemia generada por el virus SARS-CoV-2. Una interpretación que deja al descubierto las deficiencias del razonamiento occidental.

De entrada, no es cierto que se tratara de un hecho fortuito, pues a raíz de los brotes epidémicos provocados por el SARS-CoV y el MERS-CoV, en 2002 y 2012, respectivamente, la Organización Mundial de la Salud (OMS) ya hace tiempo que venía advirtiendo (Junta de Vigilancia Mundial de la Preparación, Informe Anual. Un mundo en peligro, septiembre de 2019) de que había que "prepararse para lo peor (como) una pandemia causada por un patógeno respiratorio letal y que se propague rápidamente€ Los patógenos se propagan a través de gotículas procedentes de la respiración; pueden infectar a un gran número de personas en poco tiempo y, gracias a la actual infraestructura de transporte, desplazarse con rapidez entre distintas zonas geográficas". Una descripción bastante exacta, clara y concisa de lo sucedido publicada con meses de antelación. Además, en los últimos años diversos estudios demuestran que las deforestaciones salvajes, la práctica de una ganadería intensiva y masificada, la contaminación provocada por el uso de combustibles fósiles y la generación de residuos contaminantes están modificando el hábitat natural de muchas especies, el clima y el medio ambiente con el riesgo de provocar nuevas pandemias y alteraciones climáticas y medioambientales de consecuencias imprevisibles pero sin duda negativas.

Así pues, el posible efecto cisne negro era, al menos en parte, previsible y evitable si hubiera habido voluntad de invertir más en sanidad, educación, investigación y no se hubiera dejado a la brutal competencia de los bajos salarios la producción de ciertos productos esenciales, desde mascarillas, batas o respiradores a la disponibilidad de UCI. Se puede argüir que, en circunstancias normales, dicha producción no es necesaria (sería lo mismo decir que no se necesitan bomberos cuando no hay incendios) pero, claro, cuando se produce la pandemia, la competencia por hacerse con estos recursos es brutal y el fraude y los abusos hacen su aparición. Si a todo ello añadimos que Europa -y Estados Unidos- pecó de soberbia porque el primer brote se da en China y se pensó que los sistemas sanitarios europeos eran mucho mejores, tenemos la tormenta perfecta que padecemos ahora. Se reacciona tarde y mal. Se improvisa y se desbordan y colapsan los sistemas sanitarios que ponen en evidencia también la desigualdad en la gestión y, sobre todo, en los recursos que se destinan: según el Ministerio de Sanidad, en 2017 el gasto sanitario público por habitante en España fue de 1.594 euros mientras en los Países Bajos alcanzaba los 3.544; en Alemania, los 3.762; en Dinamarca, los 4.314; y en Suecia, los 4.367.

Pero tiempo habrá para lamentarse y analizar todo lo que se hizo mal o lo que podía haberse hecho mejor. Ahora hay que empezar a preparar el día de después, siendo conscientes de que solo habrá un verdadero día de después una vez se descubra un tratamiento médico para combatir la enfermedad o una vacuna para acabar con el virus. Y, en todo caso, hay que aprender de los errores del pasado, ya que uno tiene la impresión de que a cada nueva crisis de seguridad se responde siempre restringiendo libertades. Así, aunque en un contexto y una amenaza totalmente distintos, los atentados del 11-S dieron lugar en Estados Unidos a la Patriot Act, promulgada por el presidente George W. Bush el 26 de octubre de 2001. Dicha ley, todavía vigente hoy a pesar de la promesa de suprimirla del presidente Barack Obama, restringe las libertades y las garantías constitucionales de los ciudadanos, al mismo tiempo que dota a las agencias de seguridad de mayores poderes para hacer frente a supuestas amenazas terroristas. En Europa, alegando medidas de seguridad, se han endurecido progresivamente las leyes de extranjería y los controles sobre la ciudadanía con la proliferación de los circuitos de videovigilancia tan frecuentes en calles y plazas, aeropuertos, locales comerciales, etc. Algo impensable hace sólo unas décadas, no tanto por la falta de medios técnicos como por la agresión que supone al derecho a la intimidad de los ciudadanos.

El problema es que siempre se repite el mismo tipo de respuesta y ante cualquier amenaza a la seguridad -política, terrorista o sanitaria- se opta por incrementar las medidas de control apelando a la disyuntiva falaz de contraponer seguridad (entendida como control por parte de la autoridad de turno) frente a libertad. Y se hace apelando a medias verdades para justificarlo. Así, la ministra portavoz del Gobierno de España nos recuerda que "el virus no entiende de fronteras ni de ideologías", repitiendo así la afirmación de Pedro Sánchez de "no hay colores políticos, no hay ideologías, no hay territorios" para justificar la primera declaración del estado de alarma: "A partir de hoy la autoridad competente (y única) será el Gobierno de España". Lo primero es una obviedad: ningún virus entiende ni de fronteras ni de ideologías. Lo segundo es harto discutible: en Alemania, las decisiones en la lucha contra la pandemia se han tomado a nivel de los länder y no parece que les haya ido tan mal ya que, según la Johns Hopkins University, a 7 de mayo la mortalidad por COVID-19 en Alemania era del 4,4% por cada 100.000 contagiados confirmados, mientras en España alcanzaba el 11,8%. En suma, recentralización y mando único no implican necesariamente mayor eficacia en la lucha contra la pandemia, de la misma manera que mantener conferencias online periódicas con los gobiernos autonómicos no es lo mismo que escuchar, negociar, transaccionar y llegar a consensos, aún en el caso de tener que hacer frente a posiciones tan irresponsables como las de la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso.

Y, claro, cada vez que el presidente del gobierno español habla de la "nueva normalidad" que sucederá a la actual fase -actual porque no puede descartarse un rebrote pasado el verano- de la pandemia del COVID-19, uno desconfía. No es para menos dados los antecedentes y después de semanas de ver cómo en las ruedas informativas junto a los expertos de los ministerios de Sanidad y Transportes -nada que objetar, era del todo lógico dada la situación de emergencia- aparecían tres altos mandos del Ejército, de la Guardia Civil y de la Policía Nacional. No uno, sino tres. Sí, ¡tres de cinco! Y, según el jefe del Estado Mayor de la Guardia Civil, José Manuel Santiago, trabajaban para "minimizar el clima contrario a la gestión de la crisis del coronavirus por parte del gobierno". De nuevo, la vieja falacia de libertades por seguridad: ¿Qué se pretendía? ¿Intimidar acaso? ¿Hay precedentes de comportamientos similares en otros países democráticos? Sería mucho pedir que la "nueva normalidad" fuera invertir en sanidad, educación, investigación y productos esenciales.

Catedrático de Historia Contemporánea en la Universitat de Barcelona