arece una pesadilla. Si tan solo hace un mes a cualquiera de nosotros nos hubieran dicho lo que está pasando, no habríamos dado crédito a la situación actual. Es como si el mundo en el que vivíamos se hubiera desmoronado súbitamente. De repente, esta pandemia nos ha hecho modificar todos los parámetros con los que veníamos funcionando. No acabamos de creérnoslo, lo que empezó como un confinamiento tentativo, dubitativo, se ha transformado en un túnel oscuro desde donde apenas nos llegan ecos del exterior y donde a duras penas atisbamos a ver la luz.

Nuestro optimismo generacional, basado en el poder taumatúrgico de la racionalidad científico-técnica, se ha visto seriamente erosionado. Estábamos convencidos de que éramos capaces de domeñar todo tipo de adversidades, de que generacionalmente habíamos adquirido la capacidad para estar por encima de cualquier avatar; los indicadores: aumento de la esperanza de vida, de la calidad, al menos para algunos, así lo atestiguaban. Habíamos superado la modernidad y creíamos estar instalados en la posmodernidad, no importaba que algunos hechos no cuadraran del todo: desigualdad, pobreza, paro, marginación€ el porvenir nos esperaba con sus reclamos de neón y sus pulsiones hacia el consumo: carpe diem decíamos. En una sociedad narcisista y anestesiada con el éter de la aparente inmortalidad, los malos augurios e indicadores de señalización que, desde la segunda mitad del siglo pasado (Club de Roma, 1968) venían advirtiéndonos del desastre, no servían para nada. Estábamos convencidos de que solo era el pataleo de los ilusos, de los perdedores y resentidos del sistema. Si, según algunos, habíamos llegado al Fin de la Historia, ya no había nada de qué preocuparse; el capitalismo vencedor, a pesar de sus crisis cíclicas (Polanyi) y de su caos creativo (Schumpeter), sería capaz per se de superar todos los obstáculos y alcanzar una fase más elevada. La evolución tecnocapitalista, con su capacidad de asombro, de desarraigo de las condiciones naturales de existencia, e incremento de la velocidad necesaria para la aceleración de las pulsiones (Paul Virilio), no ha hecho sino aumentar este estado de excitación colectiva. Las tecnotopías, con su insinuación latente hacia una concepción fáustica de la existencia, y una vez que la modernidad había enterrado a Dios, y la muerte arrinconada en la experiencia vital, nos garantizaban un futuro (aunque fuera para los elegidos) donde Narciso pudiera contemplarse.

Pero, cuando nos hemos despertado de esta pesadilla de una noche de verano, hemos constatado que parte de nuestro ecosistema natural se ha venido abajo sin apenas ruido en el aparente silencio de la noche. Este derrumbe ha afectado tanto a los sistemas de creencias y modos de vida en los que estábamos instalados como a las ideologías, instituciones y sistemas políticos. Súbitamente, el ser humano se ha visto vulnerable al albur de una pandemia que ha situado su precariedad constitutiva en el centro del debate. Ante la preocupación por la muerte, el resto de cuestiones parecen banales, adiposidades, adherencias, de las que hay que desprenderse rápidamente. ¿A alguien le extraña que durante la pandemia aquellos problemas que ocupaban páginas y páginas en los periódicos hayan desaparecido como por encanto? ¿Dónde están las desavenencias sociales, políticas, económicas, religiosas, a las que dedicábamos tanto tiempo? Es que lo que está en juego es la vida humana y la supervivencia del ser humano como especie. Todo se relativiza, todo adquiere un nuevo sentido.

Pero, como digo, todo ha cambiado. Los seres humanos, socializados bajo el presupuesto de la necesidad de contacto como condición sine qua non para el despliegue de nuestra afectividad, drásticamente hemos tenido que alejarnos físicamente unos de otros y refugiarnos en una realidad virtual. La pandemia ha erosionado el principio de confianza, ínsito a cualquier relación humana, y ahora se nos exige confinamiento, incluso bajo la amenaza expresa del control tecnológico de nuestra vida privada como en Wuhan. Temporalmente no podemos amar, acariciar, besar, despedir a nuestros seres queridos€ No dudo de la profilaxis de este tipo de medidas, lo que me sorprende es que no se analice como lo que es: una regresión en toda regla y una renuncia a una dimensión esencial del ser humano: el contacto como base de la construcción del nosotros. La precariedad constitutiva del ser humano nos exige la renuncia temporal al principio de realidad inmediata y el abrazo a otra de carácter virtual, mediatizada por el grado de control que ejerce el tecnocapitalismo como nuevo Leviatán.

Idénticamente, nuestra cosmovisión política se ha visto sacudida en todas direcciones. La globalización como verdad de fe se ha visto desmentida por los hechos. Lo único que es global en la actualidad es el covid-19, para él no hay fronteras. Los Estados han sido las únicas instituciones que, con sus errores, han estado a la altura de las circunstancias. Son quienes han tenido que desplegar todos sus recursos para hacer frente a la pandemia. Paralelamente, hemos visto fracasar a todas las instituciones globales, incapaces de articular una estrategia conjunta. La crisis de la gobernanza mundial es un hecho: con las poblaciones confinadas, las mercancías gravadas con aranceles desoyendo las recomendaciones de la OMC, con las instituciones globales desautorizadas, y la movilidad detenida, ¿qué queda de la globalización? Lo mismo sucede con el proyecto europeo. Ahora caemos en la cuenta de las razones ocultas que estaban detrás de la incapacidad de los países europeos para someter a referéndum el tratado y de la desconfianza generada. Las élites políticas europeas que controlan un enorme poder burocrático-económico tachaban a las sociedades locales de retrógradas y localistas; todo porque no se avenían a su proyecto de dominación y control. Ahora constatamos la realidad, en el mismo momento en que Europa se ha sometido a la prueba de estrés para salvar a las distintas sociedades europeas en apuros, hemos comprobado el enorme abismo existente entre estas élites ilustradas y las sociedades a las que supuestamente representaban. ¿Qué decir respecto al comportamiento político? Lo mismo. La pandemia ha desdibujado la lógica partitocrática dominante. Tensionados los sistemas de gobierno por las urgencias actuales, no han dudado de abdicar de su fe política; cuando han visto en peligro el control de los sistemas de gobierno que ejercen, no ha habido línea roja que no se hayan saltado: neoliberales de todo tipo inyectando dinero público al sistema como si fueran keynesianos arrepentidos, derechas reclamando la vigencia del Estado de Bienestar y con una amnesia galopante de los recortes defendidos tan solo hace poco más de un mes€ ¿Quién se atreve a cuestionar públicamente el Estado de Bienestar y con él los servicios públicos necesarios: sanidad, educación, bienestar social€? ¿Quién se atreve a cuestionar el papel del Estado como dinamizador económico y reivindicar que se haga a un lado? Nadie.

Y, por último, ¿qué decir respecto al impacto del coronavirus en la situación económica actual? La economía (también la vasca) no está en una situación de hibernación económica, como estamos oyendo estos días en determinados discursos tecnocráticos; no es está una situación en la que, con los estímulos adecuados, se pueda volver al momento anterior. El coronavirus ha sido simplemente el detonante de una situación insostenible en una economía desbocada que ha dilapidado su capital natural y social. Ni en las baldas de la mayor biblioteca del mundo cabrían todos los informes, diagnósticos y prospectivas realizadas desde mediados de la década del siglo pasado (Los límites del crecimiento, 1968) que terminan reivindicando la necesidad de cambio del modelo económico, hasta la encíclica del Papa. Todos han coincidido en el diagnóstico, los indicadores son abrumadores, las repuestas a la falta de acuerdos y demás siempre eran las mismas: las condiciones objetivas no eran las idóneas y había que esperar.

Pues bien, el coronavirus, paradójicamente, nos da una oportunidad para rescatar lo valioso de lo que tenemos y poder virar el rumbo. La idea de volver a la casilla de partida, como si solo fuera un problema pasajero, es simplemente ridícula. Una vez inoculada la sociedad con el virus de la vulnerabilidad, instalada la conciencia de fragilidad, las reglas de lo social varían, al menos durante un periodo dilatado en el tiempo. Consecuentemente, en un contexto de escasez como el que se avecina, las posibilidades para que doctrinas reaccionarias y soluciones autoritarias adquieran visibilidad, aumentan de forma exponencial. Como decía hace unos días César Rendueles en un excelente articulo: "La pandemia del coronavirus es un escenario perfecto para una extrema derecha capaz de conjugar el programa neoliberal con una gestión inteligente del rencor y del miedo social" (El País, 29 de marzo). Todos los procesos históricos de cambio han sido dolorosos, necesitamos, como dice Marta Nussbaum, una cultura crítica que sea capaz de movilizar los recursos emocionales para ponerlos al servicio de un modelo de gobernanza donde la racionalidad y la compasión, conjuntamente, converjan en un proyecto colectivo. Si algo está quedando claro estos días es que no se puede salvar al sistema al precio de hundir a la sociedad.

Catedrático emérito de la Universidad de Deusto