in embargo, la pregunta a responder no es cómo van a ser las ciudades del futuro sino, más bien, cómo queremos que sean dichas ciudades después de la pandemia. No está en nuestras manos prescribir cómo va a ser el futuro, pero sí está en nuestras manos condicionar, con nuestras decisiones, los perfiles que puede ir adoptando. No creo que las magnitudes negativas que nos sobrecogen diariamente en los medios de comunicación no tengan vuelta. De la misma manera que tampoco considero que aquellas otras positivas sean fruto de la casualidad, sino de la decisión acertada y la acción decidida por parte de seres humanos.

Para responder a la pregunta comenzaría por sentir y hacer sentir. No estaría de más sentir la ausencia de quienes han perdido la vida y el dolor de quienes la han visto perder en un ser querido, de quienes han estado francamente mal, de quienes lo están pasando mal y de quienes lo pueden pasar muy mal. Sería recomendable que el punto de partida de nuestra toma de decisiones sobre el futuro se acerque lo más posible al dolor del mundo, de nuestras ciudades y, sobre todo, de las personas que las habitan. Cuando uno vive el dolor de cerca es más permeable, empático y solidario al dolor de los demás. Comencemos, por lo tanto, por sentir y hacer sentir.

Para continuar la búsqueda de respuestas a la pregunta de cómo queremos que sean nuestras ciudades después de la pandemia, apostaría por aprender y hacer aprender. Un proceso de aprendizaje se fundamenta en una correcta aproximación al contexto de la experiencia vivida, a la observación reflexiva de lo acaecido, a su conceptualización, para iniciar una nueva experimentación activa que, acompañada de seguimiento y evaluación, nos permita avanzar y mejorar. Y en todo lo que nos está pasando, sea cambio climático, migraciones, pobreza, xenofobia o pandemia, hay mucho que aprender y hacer aprender para mejorar.

Pero también necesitamos pensar y hacer pensar. Y para ello tenemos que rodearnos de ciencia, conocimiento y sabiduría, que broten del gobierno de las emociones, de la acumulación de experiencia y experimentación, y de la creatividad innovadora. Pensar no deja de ser la maduración de una idea de lo que entendemos es el sentido de nuestra existencia y devenir futuro. Y hoy más que nunca necesitamos pensar. Pensar en el modo en que vamos a salir de una crisis que ya era medioambiental, social, económica y cultural y que, ahora, lo es aún más. No podemos desaprovechar la oportunidad de repensar nuestro modelo de convivencia con el planeta y con el resto de las personas que lo habitan. Es tiempo para pensar y hacer pensar.

Y si la pregunta que nos hacemos es cómo queremos que sean nuestras ciudades después de la pandemia es para, finalmente, hacerlas. Hacer significa reorganizar nuestras estructuras institucionales, empresariales y sociales para encarar adecuadamente los retos que se acumulan en la agenda colectiva. Hacer supone modificar los procesos de formación, información, comunicación, creación y complicidad que hemos utilizado hasta el presente. Y hacer implica fijar la atención en los impactos económicos de la intervención, pero también ecológicos, sociales y culturales.

Si lo que estamos sintiendo es auténtico, tendrá consecuencias en nuestro modo de ver el futuro. Si estamos aprendiendo de las experiencias que estamos viviendo, la manera en que desearemos encarar el futuro será distinta. Si estamos aprovechando el tiempo disponible, nuestros pensamientos habrán perfilado ideas diferentes del sentido de la vida individual y colectiva. Si todo lo anterior se ha producido, nuestra forma de hacer cambiará.

Nuestras ciudades son el reflejo de nuestras emociones individuales y colectivas, del grado de aprendizaje que hemos alcanzado, de la calidad y cualidad de las ideas que somos capaces de generar y de la cantidad de ellas que somos capaces de llevar a cabo. Una vez que la inteligencia colectiva, fruto de la cooperación entre instituciones, entidades sin ánimo de lucro, empresas y ciudadanía, nos saque de la pandemia, necesitaremos nuevamente de su implicación para dar respuesta a la pregunta inicial.

Tenemos una oportunidad para volver a activar nuestras ciudades desde parámetros más ecológicos, con un uso más sostenible del espacio urbano disponible, los recursos y la energía. La vivencia obligada de silencio en las calles, ausencia de tráfico, mínimos históricos de accidentalidad, fluidez del transporte público, etc. no tiene por qué ser una anomalía histórica, puede dar lugar a una organización distinta de la movilidad y el transporte. El grado de conectividad digital, desarrollada extraordinariamente durante el confinamiento, puede compensar los movimientos pendulares que presionan sobre viales y sistemas de transporte en horas punta. Durante décadas, con similar número de habitantes, hemos ido consumiendo un mayor volumen de espacio y de recursos asociados. Podemos aprovechar este obligado parón para repensar el modelo de ocupación y uso del suelo, de la vivienda y de tantas infraestructuras y equipamientos construidos.

Las ciudades de la industrialización cedieron una parte importante de su espacio y población a actividades vinculadas a servicios y a la generación de experiencias. Junto a talleres y fábricas, el intercambio de productos, bienes y experiencias fue ocupando más y más arterias de la ciudad, a la vez que acogía la mano de obra que la tecnología industrial expulsaba de las naves de producción. El desempleo, el deterioro de las condiciones laborales y la precariedad no son hijos de la pandemia. La tecnología, la productividad, la competitividad y la internacionalización han sido la base sobre el que soportar el crecimiento económico de las ciudades, pero han incrementado las fracturas sociales. Podemos aprovechar el apagón económico para repensar el actual modelo de producción y sopesar la viabilidad operativa de las propuestas procedentes de las nuevas economías de intangibles (del conocimiento, circular, de proximidad, del magnetismo, del cuidado o del bien común).

La globalización del mundo intensificó los movimientos migratorios y la movilidad de siglos anteriores. El desplazamiento de personas y grupos por motivos de supervivencia frente al hambre, pobreza, conflictos bélicos y represión ya era una auténtica pandemia previa al virus. El envejecimiento de la población en unas regiones del mundo frente a la superpoblación de otras ya estaba presente en la agenda mundial. La violencia de género ya se había extendido como virus machista. La presencia de personas sin hogar en nuestras urbes era una realidad creciente. Las dificultades de las personas con diversidad funcional para acceder a bienes y servicios urbanos estaban a la orden del día. Podemos sacar algo positivo de nuestras emociones a flor de piel de estos días y de nuestra empatía hacia las personas mayores y colectivos que están sufriendo los efectos de la pandemia, para avanzar en medidas de cohesión social, que universalicen el modelo de estado y sociedad del bienestar.

La diversidad cultural del planeta sufría los envites de la globalización que uniformiza. La reducción de la riqueza lingüística del planeta, la destrucción de patrimonio material e inmaterial, los conflictos religiosos, el avance de la xenofobia y el racismo, son ejemplos de pandemias que ya estaban azotando el planeta y que el coronavirus no ha hecho sino agudizar. Profesionales, empresas y asociaciones de la cultura y la creatividad se han demostrado necesarias en tiempos de incertidumbre y lo serán más aún en tiempos de innovación. Podríamos recuperar lo vivido gracias a la música, literatura o artes escénicas, aprender de experiencias culturales recientes y pensar en la importancia de lo intangible, para hacer ciudades creativas, construidas a base de cultura.

La pregunta es cómo queremos que sean las ciudades después de la pandemia. Y la respuesta a dicha pregunta depende de lo que hayamos sentido, aprendido, pensado y, finalmente, seamos capaces de hacer. Desde mi humilde punto de vista, nada está prescrito.

Director Deusto Cities, Universidad de Deusto