ambién escribo cuando me entero de la muerte del menor de los siete hijos del autor de la letra del Eusko gudariak y de la de José Enrique Múgica Herzog, quien en su primer juicio se presentó como separatista para que no le acusaran de comunista y se benefició de una regada de cartas de solidaridad a través de militantes de ETA a solicitud de la red parisina que intercambió con ETA pasaportes y falsificación de documentos y le donó la Astra con la que Txabi mató a Pardines. Quien haya vista la escena del último capítulo en el domicilio del colaborador de Tolosa, mientras deciden contra toda lógica ponerse en la carretera, tiene motivos para pensar que Txabi Etxebarrieta era un dependiente de las centraminas desquiciado. Pero no sé si no es más falso todavía lo de poner en boca de Melitón Manzanas que "los vascos llevamos aquí miles de años", como si él, siempre emboinado, fuera tan vasco como el que más pero de otra manera. La serie ha contado con muchos y expertos asesores, incluso se ha inventado algunos, para que no quedaran dudas de su seriedad, rigurosidad y equidad. Sin inventarme nada, pero sin decirlo todo, he aquí mi contribución con algunos recuerdos personales de los hermanos Etxebarrieta.

El lehendakari Leizaola me hizo dos comentarios que no he olvidado cuando fui a su casa en compañía de los tolosarras Izaskun Sasiain y José Antonio Lizarribar a pedir el aval del gobierno para gestionar mis papeles de refugiado político: me hizo ver, como si sospechara que escapábamos a París en busca de aventura, que no era bueno que nos fuéramos de Euskadi, porque el lugar que nosotros abandonábamos lo ocuparía un no abertzale, y me advirtió de que tuviera cuidado en no repetir el error de un brillante joven a quien habían dado en la Delegación toda suerte de facilidades para sus investigaciones y había hecho luego mal uso de ellas. Se refería a José Antonio Etxebarrieta y estábamos en 1964. A la vivienda de Leizaola se accedía por un patio interior, vivía -como casi todos los dirigentes del gobierno y del PNV- modesta cuando no estrechamente en zona burguesa de París, siempre en o cerca del XVI, y padecía, a decir de Manuel Irujo, el calvario de su mujer.

Conseguida la firma, me acompañó a la central de la Policía en la Cité Andrés Prieto, un socialista eibarrés que había trabajado en la Delegación del Gobierno Vasco y que parecía creer que los policías franceses eran amigos suyos y de su causa. Había uno en especial, Divernau, con el que llegó a compartir vacaciones estivales en San Juan de Luz. Él fue quien retuvo mi Titre de Voyage, el documento que te permitía viajar por todo el mundo salvo, en nuestro caso, España. Él, en compañía de otros dos especialistas, me hizo un interrogatorio a fondo para que le reconociera que no iba yo a Venezuela, como afirmaba, sino a Cuba. Como no te pegaban, pasé con bien el trance, que terminó con malas formas por parte de Di cuando me arrojó a la cara el Titre. Había aparecido mi nombre semanas antes en alguna actividad subversiva en territorio español, que él daba por creíble, aunque yo lo negara. No era este, sin embargo, el contacto policial con el que Manuel Irujo, Alberto Onaindia, Jesús María Leizaola y las autoridades del exilio vasco se relacionaban. Para esos fines recurrían al "marido de la guerniquesa" Elisabeth Altube, Auguste Sauzon, un laureado cuadro de la DST, Direction de la Surveillance du Territoire, que tras una cena bien regada no tenía inconveniente en contar que sobre su cabeza habían pendido tres condenas a muerte: una de los nazis, otra de los patriotas argelinos y otra de la OAS. En relación a los nuevos militantes vascos, decía tener pruebas de infiltración comunista, en referencia con toda probabilidad a ciertos contactos de David López Dorronsoro y los hermanos Iturrioz, que Manuel Irujo daba por creíbles. Cuando en 1967 el matrimonio Sauzon fue de gira por Latinoamérica y no solo de vacaciones, se ocupó de asegurarse de que yo estaba en efecto en Caracas: me llamó por teléfono al trabajo Elisabeth, de la misma edad y conocida de mi madre, y la sentí aliviada cuando escuchó mi voz.

"Amigo Elías -le escribe Manuel Irujo a Gallastegi en mayo de 1962- sé que Etxebarrieta vive en tu casa. Necesito que le hagas saber que la gente de Cuadernos -aquella publicación que luego se sabría había sido creada y financiada por la CIA para contrarrestar la influencia de la izquierda en el mundo de la Cultura-, a la que he hecho llegar su artículo sobre la situación en España, me ha pedido una presentación de su persona y les he dicho que forma parte de la vanguardia vasca, figura entre los insatisfechos y protestarios y es el pensador de Euzko-Gaztedi". Verdad o no, Irujo asegura que ha preferido "no conocer el texto del artículo, por si, a lo peor, me parecía mejor que no apareciera". Eli le aclarará que José Antonio ya no está en su casa pero que le hará llegar el mensaje a través de su hijo Iker. Apenas han transcurrido ocho meses de la conferencia de este en París que llevó a la airada respuesta en Alderdi de Manuel Irujo -"Patriotas o gamberros"- y a la postre provocó la ruptura definitiva entre dos hombres que se habían respetado a pesar de sus diferencias. José Antonio había salido de París, los Gallastegi le habían cobijado durante un tiempo, y luego se había trasladado a la casa de Ustaritz en la que redactó los escritos que tuve ocasión de revisar a comienzos del 64 en esa misma casa, cedida por una familia acomodada del exilio vasco a un trío de película: madre viuda, hijo ciego con una bala alojada en la cabeza que le disparó un militante socialista en Matiko, y la despierta mujer que hacía posible que esa célula familiar y sus complicidades funcionaran.

He de confesar que lo que leí me produjo un irreflexivo rechazo, más que por el fondo, por la forma, por su tono. Sabía que se trataba de un muy joven veinteañero, no dejaba títere con cabeza y parecía saber qué hacer y cómo comportarse en toda circunstancia: era además especialmente duro con dirigentes jeltzales a los que algunos seguíamos manteniendo respeto. Me pareció que opinaba de todo con una precocidad inusual, que podía percibirse también como una insultante arrogancia. Etxebarrieta venía del EGI más activista, era su "pensador", y estaba muy influido entonces por los Gallastegi y mucho menos, seguramente nada, por los fundadores de EKIN y luego ETA. Supe más tarde de su agravada enfermedad a través de una enfermera de mi pueblo que le atendía y quedó impresionada por su personalidad y, sobre todo, ya supe de él como el gran diseñador de la estrategia de defensa de los procesados de Burgos. Gracias a Mario Onaindia, que lo dejó escrito (La lucha de clases en Euskadi, Hordago) y lo trató personalmente, sabemos que estos textos de José Antonio databan del 62 y 63, los había elaborado durante el período de convalecencia de la enfermedad contraída en París y estaban en la base del informe (Análisis y crítica del españolismo socialchovinista) que su hermano Txabi leyó en la V Asamblea de ETA y reprodujo el Iraultza-1. Mario, que los debió leer, observa en ellos una notoria influencia del maoísmo anterior al mayo francés. Las fechas y los datos encajan con mis recuerdos.

La militancia de Txabi Etxebarrieta en ETA fue corta, prácticamente el tiempo en el que estuvo de liberado en Gipuzkoa; y la de su hermano, inexistente, aunque su influencia fuera grande a través de Txabi y sus escritos. Eran ambos criaturas del Casco Viejo bilbaino y coincidieron en el tiempo, aunque sus caminos fueran distintos -el que iba de las Calzadas de Begoña a Ribera 6-, con otro dirigente de ETA, José Luis Zalbide, K. de Zunbeltz, joven y precoz intelectual también este, más dotado como ellos para la reflexión y la escritura que para el activismo, más para la pensante que para la actuante, que se decía en ETA no sin retranca. Julen Madariaga, cuya casa familiar estaba en Sendeja 1, ha reivindicado vecindad y afinidad con los Etxebarrieta, pero la diferencia de edad y sus respectivas circunstancias de vida no les debió dar para grandes coincidencias. En ese tiempo y en otros, ser militante de ETA en Bilbao, o en Algorta, o en Sestao, marcaba estilos y motivaciones, como las marcaba serlo en Donostia o Eibar o Tolosa o Andoain, y no digamos en Nafarroa. Los Etxebarrieta no eran euskaldunes, pero debieron conocer y asomarse al movimiento cultural que en los 50 y comienzos de los 60 se movía en derredor de la Iglesia de San Antón, las clases de euskera, los bailes y las representaciones teatrales con los hermanos Arrarte, los Robles Aranguiz, los Gereño, los Gallastegi.

Recurrir a lo que Mario Onaindia dejó escrito sobre Txabi Etxebarrieta tiene la ventaja de que lo trató corta pero intensamente y lo dejó por escrito, y de que su testimonio se libera de la acusación de apología militante que pesa sobre otros biógrafos. Mario escribió mucho de oídas, confundió nombres y circunstancias, en aras tal vez de su vis literaria, pero sin intención de mentir o engañar. Lo sé bien, porque también a mí me puso en escenarios equivocados y me atribuyó palabras que nunca pronuncié, pero nunca observé en él mala fe. El carnet falso que llevaba Txabi cuando le mataron era de un amigo de Mario. La casa de Eibar de la que salió el día de autos y en la que dejó sus gafas de siempre como significativo gesto, se la había conseguido Mario. Y este dejó escrito que "estábamos llamados a despertar la conciencia dormida y reprimida del pueblo para que luego este se levantara e hiciera la revolución" y que "nadie reflejaba mejor esta mentalidad y planteamientos que la autoinmolación de Txabi". Recuerda Onaindia que era agnóstico, seguidor de Bertrand Russell y Sartre. Guevarista. Y poseía una curiosa mezcla de entusiasmo y cinismo, lo que los ingleses llaman self-irony. Un día le dijo, tu agenda y la mía son intercambiables. "Vi a Pepe por última vez en el Biltzar Ttipia de Ondarroa, en casa de Kepa Urkiza. Siempre le recordaré como estaba en aquella escena, en calzoncillos y haciendo gala de una extrema delgadez, mientras simulaba que sacaba del cinto una enorme pistola del 9 largo que había hecho la Guerra Civil, para apuntar precisamente a un espejo que reflejaba su imagen quijotesca. Era el símbolo de un suicidio que expresaba mejor que ningún discurso lo que éramos en aquel momento, y el espíritu ascético de inmolación que nos animaba, particularmente a él". Onaindia afirma que era Txabi el único que tenía una idea clara de cuál era la extraña e incomprensible lógica del lío en que se habían metido, el que conocía las últimas razones y los entresijos de su propia muerte: "Estaba obsesionado con su propio martirio y quizás disparó contra Pardines solamente para que le mataran a él".

Hace unos años escribí que a José Bergamín le gustó especialmente un poema que Txabi escribió con 18 años Oración por un gudari. Vio en sus poemas un gran poeta en ciernes y recordó sus títulos para detectar a los grandes, él que lo había hecho antes con César Vallejo, Altolaguirre y otros, él que había tratado y publicado a García Lorca, Neruda, Alberti, Gerardo Diego, Salinas, Cernuda, Guillén, "toda esa pléyade de mi constelación literaria". Su hija Teresa arrancó para mí de su último cuaderno una hoja en la que nos proponía un premio de poesía que llevara el nombre suyo y el de "Javier Echevarrieta". Un mes después, en aquel triste final de agosto 1983, falleció en Donostia, no en Hondarribia como sostienen la mayor parte de sus biógrafos. A Bergamín le quedó pendiente también otro deseo: explicar Unamuno a los vascos en la Torre Olaso de Telesforo Monzón. Estaba dispuesto incluso a que se lo grabáramos, a lo que era muy reacio. No llegó a saber del interés de Txabi por la persona y obra de ese Unamuno que había nacido a tiro de piedra, y de torturas, del cuartelillo de María Muñoz. Hubiera sido un acicate más para el poeta.

La muerte de Txabi produjo una enorme conmoción en el mundo nacionalista vasco, y se manifestó en protestas y misas que generaban luego manifestaciones. También en París ofrecieron una misa por su eterno descanso, que se celebró el 30 de junio en la capilla de la Euskual Etchea de la 10 Rue Duban. Los convocantes lo presentaron como un gudari más a añadir a la larga "hilera de los que han sabido ofrecer su tributo a la patria". En el oficio se cantaron el Agur Jesusen ama y Ogi zerutik etorria y se hizo una colecta para enviarla a la familia. La nota oficial del Gobierno de Euzkadi hubo de esperar al mes de agosto, aunque explicando que en sus reuniones de junio y julio ya venían denunciando los peligros de la política represiva del régimen franquista, que "ha culminado en las muertes de un Guardia Civil de Tráfico y del nacionalista Xabier de Etxebarrieta, y el Consejo de Guerra contra Iñaki de Sarasketa", que era el acompañante de Txabi el día de autos. El Gobierno de Euzkadi presidido por D. Jesús María de Leizaola y con asistencia de los Consejeros nacionalistas, socialista y republicano, se daba por enterado de la muerte violenta de Melitón Manzanas, pero no lo aceptaba como crimen político hasta que se hubiera identificado a su autor. El gobierno dejaba claro que nada tenía que ver en esos episodios sangrientos, que su política estaba alineada con los Derechos Humanos, pero manifestaba su rechazo a "los abusos de poder del gobierno franquista, que se instaló y funciona violentamente, ha dado lugar a la otra, y mientras subsista no será posible salir de ese círculo vicioso".