scribía Ignacio Escolar, director de eldiario.es, un artículo sobre la responsabilidad de la prensa monárquica en la creación del "espejismo" sobre Juan Carlos de Borbón. Decía que no se entiende nada de lo que está pasando sin el papel de la prensa por su falta de fiscalización. "No le tosía ni el ejecutivo, ni el legislativo, ni el judicial, ni tampoco el cuarto poder. La inviolabilidad del rey se transformó en una absoluta impunidad". Es cierto lo que dice del ejecutivo y el judicial, pero no del legislativo, a no ser que considere que el Grupo Vasco, que lleva en el Congreso desde 1917, no es parte del legislativo en esta contradictoria "monarquía parlamentaria".

EAJ-PNV planteó la discusión constitucional en 1978 desde la reintegración foral plena. Francisco Letamendia Ortzi planteó el reconocimiento del ejercicio del derecho de autodeterminación y ya sabemos lo que duró en el Congreso y lo que consiguió. Una fotografía levantando el puño en la tribuna ante un asustado Álvarez de Miranda. Sin embargo, el PNV, con sus enmiendas, abrió un resquicio al amparo y respeto de los Derechos Históricos anteriores a la propia Constitución y, asimismo, a la devolución del Concierto Económico para Gipuzkoa y Bizkaia. Todavía la Disposición Adicional conseguida tiene potencial. Y todo esto adobado con el discurso del Pacto con la Corona. El rey y nuestro derecho histórico en el mismo paquete, siendo la propia Constitución la que le otorgó al monarca el papel de árbitro y moderador, papel que pudo dar juego con una persona seria, formada (no en un cuartel), decente, y con una dosis de equilibrio y sindéresis que el heredero de Franco nunca tuvo. Se vio el 23-F, cuya historia verdadera comenzaremos a conocer tras la caída en desgracia de Juan Carlos, así como en todo el entramado del caso Nóos, cuyo pagano está siendo el yerno balonmanista de personaje tan tóxico.

El Estatuto de Gernika es ley orgánica refrendada de obligado cumplimiento. Tras la Loapa, acudimos al jefe del Estado para que mediara en su definitivo acabado, pero nunca hizo nada. Lo mismo hicimos con el GAL, con objeto de que parara aquella sangría que Ramón Jáuregui no veía como delegado del Gobierno y él tampoco. Tocamos varias veces su puerta habida cuenta de aquella ficción del Pacto con la Corona. Recuerdo cuando, en mano, llevé a su despacho en La Zarzuela una carta del presidente del EBB, Xabier Arzalluz, en los días de la ofensiva de Aznar tratando de unir ETA y sus objetivos con el PNV. Eran unas líneas. Entre otras cuestiones decía que "pienso que desde Madrid se nos ve cada vez más lejos. Lejanía que puede ir aumentando hasta ya no poder vernos si sigue la política cerrada y la absoluta incomunicación del gobierno Aznar". No contestó. Sacamos la conclusión de que eso de arbitrar y moderar, trabajo que tiene encomendado, no iba con él. Era un dato.

Tampoco iba con él ser útil. El propio lehendakari Ibarretxe hizo asimismo una declaración pública pidiéndole apoyo en el diseño y búsqueda de un modelo de convivencia, cuestión que motivó una página completa de El País, con viñeta de Peridis incluida, en la que se le veía al lehendakari en una nube con gafas negras y a mí encima de una roca y con txapela diciéndole al rey: "Majestad, dígale que ya que no hace nada, que se esté quieto y que nos deje en paz, que la tiene tomada contra nosotros y no hace más que chincharnos". Aznar, en el otro extremo, disparaba con un tirachinas, sentado sobre una columna. Y el rey, en su trono, pensaba: "No hay quien haga carrera con este Jose Mari".

Estando en eso, estalló la guerra de Irak y Aznar, tras las Azores, se involucró de hoz y coz para "salir del rincón de la historia", negando cualquier debate en la Cortes sobre el particular. Ante aquel cierre y aludiendo al hecho de ser una monarquía parlamentaria y atendiendo al artículo 63.3 de la Constitución que faculta al rey, a quien corresponde, "previa autorización de las Cortes Generales, declarar la guerra y hacer la paz", nos movimos los portavoces para pedirle una audiencia. Él era el Jefe de las Fuerzas Armadas y algo tenía que decir. Solo recibió a Zapatero, quien muy incoherente y simplón nos dijo que el rey "estaba muy preocupado". Al final, hubo un debate y desde la tribuna pregunté a un hemiciclo con mayoría absoluta del PP, para qué servía la monarquía además de para dar la mano. La bronca fue épica. Era la primera vez que esto sucedía y me llamaron de todo: cerdo, etarra, sinvergüenza, terrorista... por haber osado poner en cuestión una institución intocable, obsoleta, cara, inservible y poco ejemplar.

Sin embargo, aquella tromba nos dio gasolina para hacer preguntas parlamentarias que no eran contestadas por ser el rey "irresponsable", es decir, impune e inmune. Me di cuenta de que la ley del silencio funcionaba, que la omertá, que protegían al monarca de todos sus desafueros, y lo peor del caso es que lo sabían. Dos editoriales me pidieron libros que escribí -Una Monarquía protegida por la censura y Una Monarquía nada ejemplar- que casi me cuestan ser procesado. No lo hicieron porque sabían de la repercusión del caso, también que no me iba a arrugar. Era como luchar contra la mafia; una democracia con techo de plomo, aquella forma de jefatura de Estado no era ni arbitral, ni moderadora, ni útil, ni ejemplar. Y tampoco barata ya que descubrimos en los distintos ministerios y en las propias Cortes el verdadero coste de una institución que nos costaba cuatro veces más de lo aprobado, para ellos solos, en los presupuestos, gastos distribuidos y pagados entre todos.

La guinda fue la gran mentira sobre la ejemplaridad. Mis preguntas sobre su vida privada y la de su familia, las cacerías de osos y elefantes, la utilización de las instalaciones, aviones, transportes del Estado, escoltas, la cuenta en Suiza de Don Juan, el pago de impuestos, el mantenimiento de sus queridas, el maltrato a su esposa la reina... me las despachaban siempre con la coletilla de no poder contestar ante la falta de responsabilidad de un monarca protegido por la censura y por el Cesid, el CNI y hasta el CIS, que hacía preguntas inducidas que daban el resultado de ser "la institución más valorada". Así que dejé de preguntar directamente sobre la corrupción de un rey que además decía que la justicia era igual para todos (menos para él), y lo empecé a hacer sobre los ministros y embajadores que le acompañaban en sus viajes, así como por la policía que le protegía porque, siendo funcionarios, el gobierno así sí tenía obligación de responder. Ni por esas. Suárez, González, Aznar, Zapatero y Rajoy lo sabían todo y jamás dijeron nada o impidieron sus excesos. Incluso cuando en Botswana se rompió la cadera cazando elefantes falsificaron su firma para que entraran en vigor varios nombramientos. Estábamos ante el eufemismo de que los socialistas no eran monárquicos, sino "juancarlistas", mientras nosotros lo único que buscábamos era desestabilizar a España pues el rey es símbolo de "unidad y permanencia".

Pero esto no hubiera funcionado así sin unos medios-alfombra que se pirraban porque el rey, el príncipe o una infanta acudieran a cualquier acto; unos medios que tenían instrumentos para averiguar el escándalo mayúsculo e inmoral del mantenimiento de su barragana en el recinto de la Zarzuela con su hijo, durante años y protegida por el Cesid. Una vez, yendo de Bilbao a Madrid, en el avión comenté a un empresario vasco la extrañeza que me producía que el rey hubiera nombrado marqués a Villar Mir, un ministro franquista. El empresario me dio la explicación. "Muy sencillo. Ha sido su empresa constructora quien le ha montado el pabellón a Corinna en el perímetro de la Zarzuela". Hice varias preguntas al respecto y una en pleno a un Margallo empalagosamente monárquico. Me respondió que era mentira y que yo difundía infundios desestabilizadores. Me mintió en el Parlamento y a los quince días lo reconocía en un medio afín argumentando que esos viajes empresariales con Corinna, ministros y empresarios eran así porque el rey "es un gran comercial para España". Debería haber dicho que era un gran comisionista. Y un supuesto ladrón de guante blanco.

Juan Luis Cebrián, gran pope de Prisa, debió decir que la monarquía no resistiría un editorial de El País. Efectivamente. Si a eso se le hubiera unido una acción eficaz de los gobiernos y los medios, este Borbón que no es más que un Borbón (con esto está dicho todo), por lo menos hubiera tenido alguna contención y no hubiera robado con semejante impunidad hasta el punto de que su hijo diga, equivocadamente, que no aceptará la herencia de su padre, siendo esta en realidad no solo lo referente al producto de sus latrocinios sino fundamentalmente una corona manchada de sangre, heredada de un dictador sanguinario.

Cuando pase esta pandemia se volverá a hablar de esto. Juan Carlos es el gran culpable, pero también lo son, grandísimos, quienes le han encubierto por mantener intocable la unidad de España sabiendo que la monarquía ni es útil, ni ejemplar, ni arbitral, ni barata.

Parlamentario de EAJ-PNV (1985-2015)