uando nos preguntamos acerca de cómo será el mundo después de la crisis del coronavirus, qué cosas cambiarán y en qué medida, es difícil separar la descripción de la prescripción. Nunca es sencillo, y menos en momentos como estos, distinguir lo que creemos que pasará y lo que desearíamos que pasara, que el análisis con pretensiones de neutralidad no se mezcle con lo que pensamos que debería suceder. La objetividad, la normatividad y el deseo se solapan todavía más en momentos de agitación y desconcierto. Por si fuera poco, no estamos hablando tanto de adivinación como de configuración. Las sociedades modernas no se dedican a adivinar un futuro que vendrá inexorablemente sino que más bien intentan configurar el futuro deseable. Y además están por medio nuestras decisiones libres, como sujetos individuales y como sociedades, que convierten a cualquier pronóstico en una débil apuesta.

Todo esto ocurre en un momento en el que han perdido credibilidad los grandes relatos deterministas y el mundo se fragmenta en turbulencias que dan lugar a movimientos diversos e incluso contradictorios. Tras las crisis hay aprendizajes, pero también reincidencias, reacciones torpes e incluso fenómenos de estupidez colectiva debidos a que nuestra intuición nos inclina en la dirección equivocada. ¿Es posible descubrir una resultante de esta agitación, una tendencia más poderosa que las tensiones de corto perímetro, una dirección que resulte identificable a partir de todo ese desorden? Podríamos tratar de identificar lo que tiene sentido, la lógica de las cosas, la evolución sistémica de las sociedades. Habría que comenzar entonces distinguiendo las reacciones momentáneas de las grandes tendencias, porque una cosa son las respuestas inmediatas y otra las respuestas lentas: en el corto plazo, lo que vemos es al Estado como protagonista, keynesianismo de garrafón, cierre de fronteras, autoridad militar y obediencia a los expertos; en el largo, tal vez lo contrario. Como todo lo que no es intuitivo y cuando se sostiene que las cosas no son lo que parecen, nos debemos una explicación.

A mi juicio, la actual crisis del coronavirus no es tan novedosa como parece, ni por su naturaleza ni por las estrategias para combatirla. Hay un cierto arcaísmo en los procedimientos, unas estrategias sanitarias que se parecen mucho a las viejas pandemias y muy poco a los riesgos ecológicos. La vuelta de los límites es provisional, tanto como medida profiláctica (no sana sino que frena parcialmente el contagio y no resulta social y económicamente soportable más que por un tiempo limitado). Además, las fronteras estatales no son las más relevantes, sino las de nuestros domicilios y las del turismo interior, o las de la desigualdad, que separan más que cualquier delimitación del espacio físico.

La vuelta del estado es ilusoria y momentánea. Esta crisis no va a suponer el final de la globalización o de la integración europea, sino un incentivo para configurarlas de otra manera. El virus parece haber paralizado la idea europea; los Estados miembros cierran sus fronteras, limitan las libertades de la ciudadanía y vuelven a hacer la política por su cuenta, en buena medida debido a que las competencias de la Unión Europea en materia de salud son muy limitadas. Se cierran las fronteras de una Europa en la que hay un millón y medio de personas que las cruzan a diario para trabajar. Además, las críticas a Europa no han sido porque hubiera demasiada sino poca. La crítica a esa incomparecencia europea expresan hasta qué punto hemos interiorizado que la Unión Europa es un espacio decisivo a la hora de ofrecer una solución a la crisis. En la crisis del 2008 Europa no parecía ausente sino demasiado intrusiva. Las recientes intervenciones de algunos líderes de estados europeos cuestionando la solidaridad no representan los valores europeos sino todo lo contrario, por lo que nuestra reacción no debería ser poner en cuestión la idea de Europa sino lamentar hasta qué punto algunos no la han interiorizado suficientemente.

Los Estados pueden tener la tentación de mantener ese cierre, pero las políticas de emigración siguen requiriendo cooperación internacional, las aduanas no paran los ataques informáticos, las comunicaciones y los flujos financieros no se detienen en ninguna frontera, por no hablar del cambio climático, la amenaza más global y simétrica ante la que el estado representa una escala de gestión completamente inadecuada. La batalla del conocimiento también se plantea en una medida decisiva más allá de los confines del Estado nacional. El descubrimiento y producción de vacunas (pese a las carreras por la competición y el prestigio) exigen colaboración transnacional. Las comunidades científicas hace tiempo que dejaron de coincidir con los límites nacionales.

Aunque algunos Estados intenten aprovechar la catástrofe para consolidar las prerrogativas que les ha concedido el estado de excepción, el poder estatal no va a recuperar su época de gloria, salvo momentáneamente, y seguiremos avanzando hacia una forma inédita de gestión compartida de los bienes comunes. El Estado que vuelve no lo hace de modo permanente; no tiene los recursos económicos para extender en el tiempo la excepción, comparte su autoridad con los otros estados miembros en un escenario de interdependencia global y obtiene el conocimiento de una sociedad civil a la que no controla jerárquicamente. Esto se entiende bien si comparamos la crisis sanitaria con la crisis ecológica. En la lucha contra el coronavirus la administración ha asumido el clásico rol pedagógico y dentro de las fronteras nacionales. Como ha advertido Bruno Latour, en el caso de la transición ecológica la relación es justo la inversa: es el Estado quien debe aprender a gestionar un pueblo multiforme, deslimitado, con escalas múltiples y en interdependencia con otros, incapaz de dictar medidas desde arriba. Si en la crisis sanitaria el Estado recuerda a la gente las viejas lecciones de higiénicas acerca de cómo lavarse y toser, en la transición ecológica es el Estado el que se encuentra en una situación de aprendizaje en un panorama que le resulta desconocido.

Dentro de un proceso de estas características, con su complejidad y en medio de desarrollos que acaban de iniciarse, sacar conclusiones es especialmente prematuro. Me atrevo, no obstante, a aventurar que esta crisis, lejos de frenarla, fortalecerá la tendencia hacia un mundo de bienes comunes, por tanto, hacia un mundo más integrado en términos de regulación e institucionalmente. Pese a los retrocesos y reticencias, es la hora de lo común. La conciencia de los bienes y las amenazas que compartimos pone nuevamente de manifiesto que esos bienes y males colectivos sobrepasan la capacidad de los estados. Cada vez estamos menos en un mundo de Estados soberanos yuxtapuestos y más en uno de espacios sobrelapados, conectados e interdependientes.

Los grandes asuntos políticos se han disociado casi por completo del marco definido por los estados en una triple dimensión: por la generación del problema (quién o qué tipo de conducta causa un determinado problema), el impacto del problema (quién sufre qué tipo de efectos negativos) y la solución del problema (a quién compete su resolución y de qué modo). El origen, el impacto y la solución de determinados problemas no coinciden con los límites de la unidad tradicional que representaban las sociedades estatalmente organizadas. Todo ello define un cuadro de interdependencia o dependencia mutua que implica vulnerabilidad compartida. Los Estados y el sistema de Estados soberanos tienen unas grandes dificultades a la hora de promover la estabilidad, la seguridad, la prosperidad y otros bienes específicamente colectivos.

Se está modificando la idea que teníamos de los bienes públicos, vinculados hasta ahora con una soberanía estatal que se encargaría de garantizarlos. Poco a poco tomamos conciencia de que se trata de bienes que no son divisibles entre los Estados, como pasa con lo que se refieren al medio ambiente, la seguridad, la estabilidad económica, la salud en estos momentos, que no se prestan a una gestión soberana sin provocar graves efectos perversos. Las crisis mundiales o los riesgos globales no afectan únicamente a las comunidades nacionales más directamente concernidas sino al conjunto de la humanidad, por las consecuencias en cadena o los efectos derivados. En la medida en que son bienes comunes de la humanidad, los bienes públicos dejan de ser solamente bienes soberanos.

Las decisiones fundamentales ya no son adoptadas en el nivel nacional, que con frecuencia no decide más que acerca de lo accesorio. En materia comercial, monetaria, fiscal o social, las decisiones se han vuelto profundamente interdependientes, lo que inaugura un modo de gobernanza que implica no solamente un reforzamiento de las coordinaciones intergubernamentales, sino también la constitución de espacios de movilización y de representación de intereses, de discusión y de debate público, que trascienden los territorios nacionales y las lógicas soberanas.

Cuando escribo esto la crisis del coronavirus se encuentra en una fase que todavía no me atrevo a calificar, cuestión que solo corresponderá a los futuros historiadores. Me vienen a la cabeza estos versos del poeta irlandés Seamus Heaney: "If we winter this one out / we can summer anywhere", que vienen a decir que si salimos de esta podremos salir de cualquier cosa. Todavía no sé en qué estación del año nos encontramos realmente, si estos versos los podemos recitar para animarnos a resistir en medio de la travesía o como quien cuenta una gesta pasada.

Catedrático de Filosofía Política e investigador Ikerbasque en la UPV/EHU. Acaba de publicar el libro 'Una teoría de la democracia compleja' (Galaxia-Gutenberg) @daniInnerarity