Sostenía ama que el guardia civil que vino a la farmacia a prevenirles de que estábamos localizados y que debíamos escapar lo que en realidad quería era seguirles y descubrir dónde estábamos escondidos. Sostenía aita que la mujer de ese guardia civil había tenido problemas para amamantar a su hijo y él le había regalado muestras de lecha materna que acababan de salir al mercado. Nunca pude salir de dudas. Ama era más desconfiada, realista se podría decir también, y aita, más bondadoso -mucho mejor que yo, según dice Joserra Plaza, seguramente con razón- y también más confiado. Estábamos Ramontxu y yo en un piso cercano a nuestra casa, estaban Juanjo y Josemari en un caserío de la carretera a Rigoitia. Habíamos intentado la primera requisa de la organización, habían detenido a José Luis tras sufrir un accidente en el coche que conducía solo por primera vez, y el cabito, vestido de enfermero, le había sacado el nombre de la persona que podía recibir la pistolita que portaba y que nunca llegó a usar. La norma de seguridad más elemental recomendaba, desde luego, que la familia nunca supiera dónde estaban escondidos sus deudos.

No hace mucho me dijeron que el cabito, que era entonces un gallardo joven que conquistó el corazón de una joven de la localidad, estaba bastante deteriorado y jubilado ya con el grado de capitán en el cuartel de La Salve de Bilbao. Así era cuando escribí estas líneas que no sé por qué, o tal vez sí, he dejado dormir demasiado: ahora he sabido de su fallecimiento y he sabido también por trabajadores del Puerto que le veían en la silla de ruedas que era el guardia civil con menos pinta de tal de los que frecuentaban el mismo bar que ellos y que le interesaba mucho la pelota; alguna influencia debió tener en ello su paso por Gernika, donde coincidió con otro guardia civil de más graduación, matrimoniado también con mujer del país, lo que en Bizkaia y Gipuzkoa no era frecuente. No parece aventurado suponer que tal circunstancia pudo explicar la especial entrega con la que se aplicaron ambos a combatir al enemigo rojo-separatista, y a que sus biografías sean inolvidables para quienes se cruzaron en su camino y pasaron por sus manos.

Gracias al reportaje que Ainhoa de las Heras publicó en El Correo Español-El Pueblo Vasco el 30 de junio pasado, me enteré de que al cuartel de La Salve le llamaban el Olimpo los guardias civiles que ahí viven. Las mujeres eran las que tenían todo el protagonismo en la pieza periodística y una de ellas, la que sostenía en relación a las torturas que se atribuyen a ese olimpo que “habrá habido, las que hayan sido condenadas”, añadía también que se sentían rechazadas porque aquí “se juzgaba a la persona por el uniforme”. Decían más cosas las entrevistadas en este a modo de publirreportaje de estío, pero fueron estas dos ideas las que me impulsaron a empezar a escribir este texto, cuya publicación he demorado. Todo quien quiera saberlo sabe que la relación entre torturados/as y condenas es ridícula, pero en el caso concreto de La Salve hay denuncias y condenas por torturas salvajes que el teniente que responde a la pregunta de lo que la periodista califica de “leyenda negra” tiene que haber conocido, porque excepcionalmente recibieron una importante cobertura mediática. Me refiero especialmente al caso de Tomás Linaza Euba, una persona de 63 años detenida el 14 de mayo de 1981 en su domicilio de Lemoa, trasladado a la 512 Comandancia de Bilbao, apaleado en varias ocasiones y obligado a permanecer encapuchado para ocultar la identificación de los torturadores.

Contó Linaza, y la prensa recogió (El País, 14-11-1987), que nada más llegar a la Comandancia recibió una paliza y le obligaron a gritar “Viva España” y “Viva la Guardia Civil”. Tras dos días en La Salve, fue trasladado a Madrid en compañía del fraile sacramentino Juan José Camarero Núñez, provincial de la orden. Viajaron encapuchados, los recluyeron en unas instalaciones que los detenidos creyeron haber reconocido como la Dirección General de la Guardia Civil y a Linaza le colgaron en varias ocasiones para golpearle más cómodamente con barras de goma. Para la historia queda que fueron la juez Huerta y el juez Lidón los que, tras vencer todas las resistencias, mentiras y ruedas engañosas de reconocimiento, hicieron posible la condena del responsable mayor de todo aquello y de muchos oscuros asuntos más: el coronel Rafael Masa.

Parecía extrañarse la agente mencionada en el reportaje de que se les juzgara (mal) por el uniforme, que sería lo mismo que reconocer que si no lo hubieran llevado ningún problema de convivencia hubieran tenido con las gentes del país. Ya sé que hubo guardias civiles fieles a la República, como el que Mola fusiló en Pamplona, el comandante José Rodríguez Medel Briones; ya sé que hubo algún oficial de la Guardia Civil que hizo causa común con la gente, como el capitán Luis Alonso Valles, que se negó a reprimir en septiembre del 76 una manifestación proamnistía en Tolosa, lo que trajo luego la dimisión solidaria de la Corporación en su conjunto para protestar por su arresto; por cierto, Alonso Valles había sustituido al capitán (Muñecas) responsable de las torturas a, entre otros, la líder obrera Amparo Arangoa. En ese mismo septiembre del 76, la Guardia Civil de Gernika ganaba en siniestro protagonismo: ya había sido sustituido aquel teniente de lentes gruesos y carácter afable del que se decía era de Academia y no había llegado a capitán por sus modos democratizantes, ya se había abandonado el viejo cuartel del barrio chino, muy cerca de la planta baja de Blanca Salegi e Iñaki Garai a cuyas puertas los acribillaron, y se había trasladado a la vega, camino de Kortezubi, el nuevo cuartel, ese que parece hoy el concesionario local de la Nissan. Ya destacaba por su crueldad en la Bizkaia rural el capitán Manuel Hidalgo Salas, que unos meses más tarde sería relevado y trasladado a León al servicio de la seguridad y vigilancia de Renfe. En estos días se ha recordado que el asesino en Madrid del joven de 19 años Arturo Ruiz García, José Ignacio Fernández Guaza, participaba en los trabajos sucios de la Guardia Civil en Euskadi y tenía su contacto, en aquellas fechas, en el cuartel de Gernika, que es desde donde facilitaron su fuga a no se sabe dónde, pues nunca fue localizado. Recordaba el otro día uno de los hermanos de Arturo que solo en la jueza argentina María Servini habían encontrado quien se interesara por su caso, que ni Martín Villa, ni José Barrionuevo, conocido además de la familia, ni el juez Gómez Chaparro ni juez alguno había mostrado interés en dar con el paradero del asesino.

Las entrevistadas de La Salve deberían saber que durante muchos años fue el “Que se vayan”, que se vaya de aquí la Guardia Civil, una de las reclamaciones más presentes en la sociedad vasca. Las prevenciones, los temores y la animadversión contra ella estaban muy interiorizadas entre los perdedores de la guerra y sus familias; y las de Gernika, Durango, Zornotza, Ondarroa, Tolosa, Donostia y demás contaban con nuevos argumentos añadidos. Pero este sentimiento, herencia de décadas en las que la Benemérita sirvió sin rechistar al orden establecido, a los poderosos, no es exclusivo de los rojos y separatistas, y está enraizado en la literatura misma (Lorca, Castelao, Bergamín), hasta su caricatura. A la Guardia Civil se le temía por las Españas todas, y tal vez fuera ese un sentimiento deliberadamente alimentado para facilitar el control social. ¿Quién no conoce bromas y chistes sobre los efectos atemorizantes del tricornio, quién no ha oído chanzas sobre las habilidades de sus números para hacer cantar y decir lo que están deseando escuchar? Ya no pasean las parejas en capote, tricornio y mosquetón, pero los recuerdos perviven. ¿Cómo extrañarse, pues, de que sea el uniforme y sus aditamentos los que provocan rechazo? Ha habido intentos de democratizar el Cuerpo y socializarlo, pero solo cuando han sido víctimas, que lo han sido, han contado con la solidaridad y simpatía de la gente de a pie. Y, regresando al comienzo, creo que mi padre tenía razón acerca de las buenas intenciones de aquel número de la Guardia Civil que les avisó, de paisano, que estábamos localizados y a punto de ser detenidos. * Periodista