Gallup ha publicado en Estados Unidos unos datos realmente elocuentes. Calcula que ya casi nueve de cada diez estudiantes de tercer a duodécimo grado (ocho a dieciocho años) utilizan prácticamente a diario tecnologías digitales en el aula. El auge puede explicarse por el hecho de que el 96% de la comunidad educativa apoya su introducción. Entre ese porcentaje de usuarios, concretamente, un 85% de los profesores lo hacen.

En el mismo informe, se les pregunta por su conocimiento de la evidencia y la efectividad en el uso de estas tecnologías en el aula: solo un 18% de las autoridades y un 25% del profesorado tiene alguna información sobre lo que realmente funciona a efectos de hacer su trabajo: dar clase y ayudar en el desarrollo de los estudiantes. En otras palabras: vivimos fascinados por la tecnología digital, pero no tenemos muy claro para qué de todo nos ayudan realmente.

Un estudio en los 35 países miembro de la OCDE expone cómo aquellos colegios que emplean intensamente los ordenadores en el aula tienen un rendimiento sustantivamente peor (controlando por su procedencia social y datos demográficos). En otras palabras: se hace difícil así reducir la brecha entre los alumnos más y menos aventajados. Es más, también sabemos que los estudiantes más vulnerables utilizan peor las tecnologías digitales. De ahí que, por ejemplo, ofrecer la recuperación de materias a través de espacios virtuales, no sea una buena idea. Otro informe del Centro de Políticas Educativas Nacionales de la Universidad de Colorado recientemente publicado alerta de esto mismo: existe una clara y manifiesta falta de evidencia en el uso de las tecnologías digitales en el aula, con una connivencia preocupante con las empresas distribuidoras de este software.

Más que aportar, entonces, ¿pueden las tecnologías digitales llegar a perjudicar? A estas alturas, con la evidencia disponible, sabemos que leer texto en pantallas digitales permite absorber menos información que cuando se lee en papel. Por otro lado, está el aspecto motivacional: sabemos que cuando un niño o niña es preguntado por un profesor se motiva más que cuando lo hace una máquina. De ahí que poner a tu hijo o hija a resolver matemáticas con un iPad no sea siempre una solución. La educación personalizada, de la que tanto se habla en muchos foros tecnológicos (esos algoritmos personalizando contenidos...), tampoco es buena idea: hay numerosas evidencias de cómo al aprendizaje social, la discusión colectiva, etc., mejora también el desarrollo de determinadas competencias. Individualizar el aprendizaje tampoco es la solución mágica, y menos si está intermediada por algoritmos. Los dispositivos tecnológicos digitales de nuestra era no hacen más que fomentar eso, pese al discurso que tienen las redes sociales comerciales que aparentemente tanto nos conectan. Por otro lado, sabemos también el efecto que tiene el orden y elección en la presentación de contenidos: unos materiales didácticos, presentados en un orden inadecuado, pueden incluso perjudicar el aprendizaje. Un humano, un profesor o profesora, lo hace con relativa facilidad. Una máquina, tiene difícil interpretar el contexto con el que decidir cuál es el mejor orden. Salvo que este sea canónico, claro: la historia siempre se presentará en orden cronológico. Pero, ¿es un algoritmo el más adecuado para elegir el orden de unas lecturas y ejercicios cuando no tenemos claro cómo calibrar la capacidad de aprendizaje de cada niño o niña?

La educación es algo muy serio. Tenemos amplias evidencias de que a determinadas edades puede condicionar el futuro no solo de un estudiante, sino prácticamente del grupo que le rodea. Por lo tanto, andar con experimentos tecnológicos, fascinaciones de innovación digital o similares, me parece una apuesta demasiado arriesgada. Sabiendo que tenemos tanta evidencia, además de tener mucha conversación alrededor de qué tecnología meter en el aula, quizás debiéramos tener al otro lado de la mesa las evidencias sobre cómo meter esa tecnología. E incluso, si meterla o no. En definitiva: gestionar la educación desde la evidencia, y no tanto desde la tecnología.