En las próximas décadas, la competición por la conectividad eficiente probablemente dirigirá la evolución de la actividad y los procesos económicos. En cierta medida, esta competición ya ha comenzado con el ambicioso proyecto chino de la Nueva Ruta de la Seda.

La conectividad y la conexión estratégica de las ciudades y regiones permitirían a Estados Unidos, China y otros países ganar la batalla de los volúmenes de comercio mundial, los flujos de inversión y las cadenas de suministro.

Es posible que el resultado de estos esfuerzos determine la rivalidad en torno a quién se erige como primera superpotencia del mundo en el siglo XXI. En esta estrategia de conectividad megarregional, los megaproyectos desempeñarán un papel fundamental para mantener la competitividad global de las naciones en el futuro.

La conectividad que fundamenta el crecimiento de las megarregiones no es exclusivamente una cuestión de construir más megaproyectos; es una cuestión no solo de infraestructuras, sino de estrategia. No se trata solo de más carreteras, líneas ferroviarias y telecomunicaciones, plantas de fabricación y centros de datos, sino de definir cuidadosamente dónde ubicarlos, a fin de maximizar la inversión pública sin limitarse a las fronteras regionales o estatales.

Las estrategias megarregionales comenzarían centrándose no en las líneas estatales, sino en las líneas existentes de infraestructura, cadenas de suministro y telecomunicaciones, rutas que siguen siendo notablemente fieles a las fronteras de las super-regiones emergentes. En este contexto, los vínculos entre los megaproyectos y el desarrollo no podrían ser más claros y más dependientes de estrategias nacionales cuidadosamente planificadas para promover el crecimiento y la competitividad.

Porque lo “natural” no equivale a “naturaleza” necesariamente. Lo natural trata de la creatividad, la emergencia y el poder auto-organizador de los complejos sistemas adaptativos. Lo natural es la preservación del mundo, la sostenibilidad, y esta actitud es necesaria y posible también en las ciudades. Si es así, entonces debemos alinear nuestros pensamientos y esfuerzos en consecuencia, comenzando con la educación. La sostenibilidad urbana requiere alfabetización ecológica, así que incorporémosla en los planes de estudios desde la escuela primaria hasta la universidad. Cada barrio de una ciudad está lleno de lecciones sobre historia natural y humana, un museo vivo que carece de señalización y docentes.

La visión romántica de la naturaleza, la idealización estética de las áreas exurbanas, ha tenido consecuencias nefastas para la salud ecológica del planeta. La invasión de áreas silvestres en lugares distantes nos permite justificar nuestro abuso, negligencia o explotación de la naturaleza local, que parece menos digna y menos atroz para victimizar. El ideal de la vida “salvaje” o “natural” contribuye a situar lo urbano como merecedor de desprecio estético, e induce a los urbanitas a tolerar, a diario, muchos de los problemas de las ciudades. La conciencia humana está atrapada en un modo de consumismo ecológico romántico que hace del bosque un escaparate y permite que el ambiente de un escaparate se experimente como el templo de la naturaleza y consumamos así el desierto y los bosques.

Ciudad y naturaleza son ideas muy próximas en realidad. Ambas son complejidad organizada y distante de la armonía autorregulada. El concepto de la naturaleza como un conjunto autónomo y armonioso de relaciones autorreguladas internas que siempre regresan a la armonía y al equilibrio en la medida en que no sean perturbadas por el hombre o la humanidad es un concepto erróneo. La naturaleza es, de hecho, un desperdicio sin medida.

La idea de la naturaleza como un mecanismo armonioso, sabio y autorregulador de la Tierra madre es sospechosamente idéntica a la idea del mercado capitalista. La ideología neoliberal dice que la economía es un sistema autorregulado que siempre regresa al equilibrio y la armonía. Intervenir en este sistema, según la historia, es interrumpirlo e invitar al desastre al no obedecer la sabiduría anónima de la economía. El caso es similar en la ecología. Debido a que la naturaleza se considera armoniosamente autorreguladora, cualquier intervención tecnológica en el clima se considera como una catástrofe probable (un tema de muchas novelas y películas de ciencia ficción impulsadas por el medio ambiente).

Darwin no celebra la armonía de la naturaleza sino cómo pequeñas diferencias pueden convertirse repentinamente en diferencias significativas como resultado de la deriva geográfica y el cambio climático, pero también cómo todo tipo de relaciones transversales y de especies cruzadas generan nuevos vectores de devenir que conducen en direcciones totalmente sorprendentes. Algo muy similar a lo que ocurre en la ciudad como complejidad organizada.

Por ello, “ecología urbana” es la forma de pensar lo natural en la era contemporánea. El antropocentrismo que subyace en la visión ecológica dominante no trata la naturaleza como una comunidad a la que pertenecemos sino como un ideal externo que hay que salvar? para salvarnos a nosotros mismos. Este es el principal obstáculo ideológico que impide la consecución de la sostenibilidad.

Tensionado por un ritmo vertiginoso e imposible de esquivar, el urbanita comienza a configurar un tipo de personalidad moderno, capitalista, indiferente y reservado; un tipo de personalidad caracterizado por la intensificacio?n de los esti?mulos nerviosos.

En esta tradición se sitúa el interés reciente por el llamado “neurourbanismo”, el estudio de los efectos de la vida urbana en la salud mental de las personas. Los urbanistas pueden planear una ciudad considerando la necesidad de reunir a mucha gente en áreas reducidas, tomando en cuenta al mismo tiempo que las personas necesitan sentirse en libertad a través de espacios abiertos.

La gente debe poder tener libre acceso a los cines, reunirse con amigos, éstos son aspectos poco considerados hoy en día al planear una ciudad, por ejemplo, en China o en Indonesia. Los arquitectos atienden sólo la proporción y la forma, mientras que los urbanistas se fijan en la eficiencia del transporte público, pero no tienen idea de qué efectos provoca el desarrollo de sus proyectos urbanos sobre las personas.

Los riesgos de colapso urbano, debido a los riesgos ecológicos y de salud mental mencionados y a la incapacidad de los gobiernos de proporcionar condiciones de vida viables a muchos ciudadanos, son reales en las mega-ciudades de muchas partes del mundo.

Por ello, y a pesar del acentuado declive global de las zonas no urbanas, pienso que vamos a ser testigos de un renacimiento de pueblos y comarcas, principalmente aquellos cercanos o adyacentes a economías urbanas pujantes.

Estas áreas no urbanas pueden convertirse, mediante adecuadas políticas de fijación de oportunidades educativas, laborales y de salud, en recursos ancillares para las grandes economías urbanas y pasar a formar así parte de los clusters megarregionales en formación en todo el mundo.

Recuérdese que la conectividad determina el crecimiento; y de forma más acusada en las próximas décadas. Generalmente incapaces de erigirse en polos de atracción de actividad en sí mismos, el futuro de lo no urbano está en su vinculación estratégica con los centros de poder económico más cercanos geográficamente.