El virus, cuyo hábitat natural parecen ser los murciélagos, saltó a otro mamífero y de aquí pasó al ser humano en Wuhan, en uno de los diez mil mercados húmedos chinos de precarias condiciones higiénicas en los que conviven entre el barro y fluidos de origen indeterminado cientos de especies de animales exóticos vivos y muertos, sus despojos, su sangre y sus excrementos. Una peculiar forma de convivencia entre humanos y animales que resulta, bajo el prisma occidental, inaceptable por lo repugnante y aterrador porque dispara la posibilidad de que se produzcan infecciones zoonóticas. Es en ese compendio microbiológico donde se originó la epidemia a finales de diciembre: las primeras personas contagiadas con el coronavirus lo habían visitado.

Una vez acomodado en su huésped humano, el virus comienza a replicarse y a poner en funcionamiento mecanismos para perpetuarse. Así, dos días antes de que comiencen las manifestaciones de la enfermedad, las secreciones respiratorias que expulsamos en forma de gotitas al toser o estornudar difundirán la infección si consiguen contactar con las mucosas de otra persona. Es posible, desconociéndose en qué proporción de casos, que la infección sea asintomática y se resuelva en unos días; en cambio, cuando se presentan manifestaciones son similares a las que acompañan a otras infecciones de las vías respiratorias bajas, apareciendo fiebre, tos y dificultad para respirar. En algunas situaciones -sobre todo en niños menores de dos años, adultos mayores de 65 y personas con sistemas inmunitarios frágiles- la enfermedad se complicará y provocará una neumonía grave, un fallo renal o cardiaco que, en los casos más serios, pueden poner fin a la vida de la persona. No existe tratamiento específico para el virus y la vacuna tardará en estar disponible, solo disponemos de medidas encaminadas a mejorar los síntomas o tratar aquellas complicaciones para las que existan herramientas terapéuticas.

Con los datos acumulados hasta el momento no estamos aún en disposición de predecir quién evolucionará favorablemente, quién tiene más probabilidades de morir o cuándo finalizará la epidemia. La expansión del microorganismo dependerá de la efectividad de las medidas que se apliquen para limitar su capacidad de contagiar y reducir su letalidad. Podemos estimar los valores de estos dos parámetros clave en las predicciones sobre epidemias infecciosas. Así, conocemos que su índice de contagiosidad se encuentra próximo a 2, esto es, que cada persona con infección contagiará a otras dos, una cifra menor que la de la gripe estacional -la que nos visita todos los años- que se sitúa en torno a 2,5. Se estima que su letalidad ronda el 2%, dos de cada cien personas enfermas morirán, un valor por encima de la gripe estacional que es del 0,1% y que está por debajo de la de otros coronavirus como el que produjo la grave enfermedad respiratoria hace 18 años, que rondaba el 10%. Este valor de letalidad disminuirá en las próximas semanas -pudiendo incluso igualar al de la gripe- dado que en su cálculo no se han contabilizado muchas de las personas con síntomas leves que no han requerido asistencia médica. Es, por tanto, un virus de baja contagiosidad y baja letalidad.

La sorpresa de su aparición y la ausencia de inmunidad para este nuevo coronavirus ha favorecido que la enfermedad crezca de forma exponencial en China, aunque contenida por las drásticas medidas de aislamiento impuestas por las autoridades, que mantienen en arresto domiciliario a casi cincuenta millones de personas. Por el contrario, su difusión en otros países sigue un ritmo más sosegado gracias a las limitaciones en el acceso que se imponen a las personas procedentes de Asia. En Europa continuarán apareciendo casos importados, pero es poco probable que se produzca una epidemia de la entidad de la china debido a que ya se conoce la existencia del virus y se han establecido medidas de prevención y control adecuadas para su contención.

Hasta aquí el escenario a día de hoy. Salvo que se produzca una mutación del virus que le convierta en más agresivo, nada que debiera suscitar un sobresalto como el que estamos viviendo. Sin embargo, la eclosión de este nuevo germen asiático ha propiciado que muchos medios de comunicación retiren el filtro ético que oculta su lado más amarillo en busca de incrementar su porcentaje de audiencia, repitiendo hasta la indigestión datos sin interpretar e imágenes impactantes que solo contribuyen a alimentar el pánico. Otros, más comprometidos con las corporaciones que les sufragan, se han colocado sus gafas ideológicas distorsionantes para menospreciar al gobierno chino -comunista, por cierto-, responsabilizándole de una, a su modo de ver, pésima gestión de la crisis sanitaria y erigiendo como mártir de la causa a un médico que falleció víctima de la infección. En las redes sociales, como de costumbre sin límites, domina el ambiente catastrófico y la hecatombe que se avecina se adereza con una profusa y casi siempre falsa iconografía que nos anuncia la cercanía apocalíptica provocada por este coronavirus comunista, difundido por los enemigos orientales y creado en un laboratorio secreto (en este punto no hay unanimidad en si se fabricó en China o en Estados Unidos).

Desde el punto de vista de la salud pública, China ha gestionado al desafío provocado por la epidemia de coronavirus de una forma admirable: informa diariamente de la epidemia, hizo público el genoma del virus en una semana, construye hospitales en tiempo récord y ha logrado confinar en su domicilio a ciudades enteras. Con estas medidas ha conseguido el objetivo prioritario en este tipo de crisis: frenar la propagación descontrolada de la enfermedad. A pesar de ello, el miedo, los intereses y la estupidez han fomentado la xenofobia, la crítica en busca de réditos económicos y el pánico delirante.

El pavor atávico a las epidemias que acompaña a la humanidad desde la peste bubónica del siglo XIV sigue germinando ante la aparición de cualquier enfermedad emergente que pueda desbordar el control sanitario y, lo que es fundamental, afectar a nuestra propia salud. De nada sirve la transcendencia real evidenciada por los datos epidemiológicos. La intolerancia social a las crisis sanitarias en las que domina la incertidumbre, alentada por la ferocidad de las redes sociales y la perversión de algunos medios convencionales, han arrinconado los verdaderos problemas que asuelan nuestra sociedad. Como si se tratara de la aplicación de la Doctrina del Shock, este terror amarillo viral parece anestesiarnos mientras las políticas neoliberales concluyen su labor de destrucción del planeta y de los logros sociales. La pasada semana, el relator especial de la ONU sobre la pobreza extrema, después de recorrer España, afirmaba: “He visitado barrios pobres con condiciones mucho peores que un campamento de refugiados. La recuperación tras la recesión solo ha beneficiado a las empresas y a los ricos”. Según la misma organización, más de cien millones de personas pueden morir de hambre en el mundo, víctimas del cambio climático y de las guerras que promueve nuestro sistema económico. El hambre es la principal causa de muerte en el mundo, pero ningún medio repetirá machaconamente esta noticia, el hambre no reporta beneficios ni aumenta la audiencia. El lavado de manos no es solo una de las medidas más efectivas para evitar el contagio del coronavirus. Se ve que es también útil para eludir los verdaderos problemas que desmoronan nuestra sociedad.

Médico