Hoy, el discurso de Nochebuena del rey volverá a tener menos de ocho millones de espectadores a pesar de que será emitido por más de 30 canales de televisión. Ello no evitará que a las dos horas tengamos ya en los digitales unos cuantos artículos de exégetas que nos explicarán lo que ha querido decir el monarca, y será la foto de apertura de los medios que se publiquen al día siguiente. Todo, para glosar unas palabras insustanciales, que no expresarán nada de importancia, entreveradas de moralina política y lugares comunes, y que nadie recordará al cabo de unas horas. Hace unos años, cuando Anasagasti era portavoz en Madrid del PNV, la mañana de Navidad se tenía que poner una zamarra para acercarse a Sabin Etxea a grabar unas declaraciones para los medios, y ciertamente era el único político que añadía matices críticos a lo que en general era un coro de grillos laudatorios de lo que pronunciara Juan Carlos la noche anterior. En tiempos recientes, la más ridícula antítesis del transgresor Anasagasti era Floriano, a la sazón jefecillo del PP, ofreciendo como comentario una especie de repetición de las melifluas expresiones, esos topicazos que nada significan. La parodia del político extremeño, lejos de exaltar las frases regias, las ponía en su lugar, ahí donde la semántica se emplea para poco más que entretener el oído y narcotizar la conciencia. Con el rey Felipe las cosas no han cambiado lo más mínimo, por más que en su casa ejerza autoridad quien sigue creyendo en la alta encomienda social del periodismo, y haya una pluma nueva a la que atribuir el texto.

El caso es que el cortejo opinativo que acompaña siempre al discurso nos querrá hacer creer, un año más, que la jefatura del Estado está bien representada en la figura de un rey, y se encarna en estos momentos excelsos, cuando aparece en los televisores por Navidad. Seguramente la mayor carencia democrática que tiene España es esa acriticidad imperante en relación con el inútil papel de la corona, por digna que sea la persona que ahora la representa. Los economistas llaman coste de oportunidad a lo que te pierdes cuando eliges algo en detrimento de otras opciones. Tener rey significa no disponer de otro modelo de jefatura del Estado, como el de Italia, Alemania o Portugal, y esto es algo que va mucho más allá de si en un caso se hereda y en el otro se elige. Las funciones relevantes atribuidas al monarca son nulas, y él mismo sabe que no puede exceder su banal papel a riesgo de tener que exiliarse como alguno de sus antepasados. La consecuencia la estamos viendo. La ronda de consultas de hace dos semanas muestra a un monarca ejerciendo de poco más que de recepcionista de hotel, lo único que le compete es recibir media hora a cada líder partidario y sacar un comunicado designando rutinariamente a un candidato. En Italia, donde las crisis políticas han sido la norma institucional, en no pocas ocasiones se han librado del desastre porque un jefe de Estado como el suyo dispone de capacidad medial, incluso de una autoridad moral para poner orden en las conductas de los representantes públicos. Todo, porque su legitimidad se basa en el mismo principio democrático que se emplea para designar al último concejal del más pequeño pueblo. Hay una coherencia esencial el entramado institucional que la monarquía es imposible que tenga, y así nos va. El rey actual está efectivamente tan preparado que la primera actitud que ilustra su conducta es la pulcritud con la que se desempeña. Sabe que si la corona no actúa de manera impecable pierde el mínimo sentido que aún le queda, y será por eso que últimamente están tan preocupados por el crapuleo de las nuevas generaciones, o que hayan repudiado a Urdangarin a pesar de que el chaval creyó poder hacer lo que antes vio en la familia. Juan Carlos no puede considerarse ejemplar en nada, ni de cintura para arriba (la cartera) ni para abajo (la bragueta), pero eso no le impidió pastorear una democracia que ha degenerado por la corrupción pecuniaria y actitudinal que inevitablemente emanaba desde tan alto. España está hoy al borde del colapso político y nadie atina a señalar que uno de los grandes fracasos de la transición es la emasculación institucional que sufrimos allá donde mora la jefatura del Estado. Pero esta semana nos volverán a contar que el discurso (y su escenografía) han sido muy relevantes. Vamos, que casi no nos lo merecemos.