En 2017, haciéndome eco de un informe publicado por el profesor Michael E. Porter -Industria de la política en los Estados Unidos-, publiqué en estas páginas una reflexión respecto del carácter local estadounidense del mismo y su potencial réplica adaptada a lo largo del mundo. Entonces hacía referencia al funcionamiento observado en la política del Estado español, deteriorada por la falta de gobernanza efectiva y la no solución a la más que imperfecta articulación territorial; en la del Reino Unido en su particular tiempo de referendos (Escocia y el Reino Unido, ¿el brexit y el Reino Unido?) y de la UE en su parálisis de gobernanza acordada por la política de un consenso de confort, que no de proyectos compartibles.

Hace unos días tuve la oportunidad de reunirme con Porter en su despacho de la Universidad de Harvard. Acaba de terminar su último libro, actualizando el estado de la Competitividad para la prosperidad en Estados Unidos. En él, pone el acento en el propósito o el para qué de la competitividad del país, de sus diferentes Estados federales y, sobre todo, de sus empresas y agentes económicos y sociales, focalizable en resolver las necesidades y demandas sociales como máximo orientador de los diferentes modelos de negocio empresariales y de las políticas de prosperidad, inclusión e igualdad requeridas. En esta ocasión dedica un amplio y relevante papel a esa "industria de la política" estadounidense, que se aleja cada vez más de la sociedad que representa y del valor de la institucionalización garante de los compromisos en el largo plazo, lo que mina la esencia de los determinantes competitivos y distancia a Estados Unidos del primer lugar que en el contexto mundial le otorgaron en el pasado los Índices de Competitividad (WEF, IMEDE, OCDE), empeorados, aún más, si se trata de medir su grado de progreso social. Esta incursión en el ámbito político no es sino un paso más, esencial, para avanzar en la comprensión de un marco completo de la competitividad a la búsqueda de respuestas a una pregunta clave: ¿cómo generar prosperidad sostenible e inclusiva a lo largo del mundo, mejorando de forma permanente el nivel de calidad de vida de los ciudadanos, cocreando valor compartido entre las empresas y la sociedad y atendiendo, a la vez, la búsqueda de beneficios económicos y sociales para la comunidad?

Pregunta que responde a los objetivos de la extensa red MOC (Microeconomía de la Competitividad), que desde el año 2002 nos une a poco más de 300 investigadores y profesores de más de 130 universidades e institutos en los cinco continentes, en compromiso de colaboración académico-empresarial a la búsqueda del mayor impacto positivo posible en nuestras sociedades. En su encuentro anual, celebrado en Boston, ha resultado relevante la cantidad de iniciativas y proyectos debatidos desde diferentes ópticas geográficas, pero con una serie de elementos comunes o, al menos, asociables, que han puesto el foco en la calidad de las democracias, las razones de sus fallos, la debilitada credibilidad observada en un buen número de liderazgos, la desconfianza en un futuro incierto y los escenarios que se proponen, así como la inevitable revitalización institucional y política, además del renovado y reinventado rol empresarial para la propuesta de soluciones motivadoras. Espacio que debe ocupar también una nueva universidad que devuelva al mundo académico su compromiso firme con la aplicabilidad de sus capacidades expertas a las necesidades reales y le haga asumir un protagonismo cada vez mayor en la generación de impacto en la sociedad.

En un foro internacional como este, el debate del estado de las cosas no solo no podía evitarse, sino que enriquecía el trabajo. El escenario estadounidense, con una visión dividida ante el impeachment presidencial, en plena discusión; las marchas latinoamericanas, desde Chile a México; las graves situaciones (casi endémicas) que se dan en Venezuela, Colombia, Ecuador, Bolivia o en la crisis argentina; encontraban su marco. Se unían estrategias de federalismo competitivo en India, en el marco de estrategias que trasladan el peso del progreso y bienestar futuro a los 22 estados subnacionales que lo componen, reescribiendo una nueva historia de crecimiento y bienestar inclusivos para una India joven (la edad media de su población es de 29 años) que lidera el crecimiento mundial en los últimos quince años. A la vez, la oportunidad de observar la transformación radical a través de una estrategia de desarrollo que lleva a Jerusalén a potenciar la periferia como necesidad crítica no solo por el bien del futuro de la ciudad y su población multicultural, sino para evitar las migraciones y efectos demográficos que pudieran impactar de forma negativa en su desarrollo.

En todo caso, estrategias diferenciadas demandantes de las alianzas coopetitivas de ciudades y regiones, de empresas con gobiernos y territorios necesitados de la política y capaces de lograr la adhesión creíble y confiable de la sociedad. De devolver a las instituciones, gobiernos y política el rol esencial que nunca debieron o han de perder y que constituyen determinantes de la competitividad y progreso social. Mensaje en contraste con el panorama en el Estado español. ¿Habrá gobierno en los próximos meses? ¿Qué pasará con Catalunya? ¿Y ustedes, los vascos, van claramente a la independencia? Fueron preguntas repetidas con insistencia, a las que se unía una interesante cuestión: ¿Cómo se sostiene una situación de ausencia de gobierno de casi un año en aparente normalidad salvo en el caso del conflicto catalán?

Sin duda, la "distribución del poder político y las competencias reales de los diferentes niveles de gobierno" lo explican en gran medida. Las materias esenciales (salud, economía, bienestar social, empleo y funcionamiento ordinario de la ciudadanía) están en manos de las comunidades autónomas y los municipios; y la actividad económica, en las de las empresas, lo que mitiga la ausencia del todopoderoso centralismo oficial desde Moncloa y sus ministerios. Los diferentes gobiernos tienen distintas responsabilidades, tiempos, credibilidad y adhesión. Por el contrario, la Administración central ocupa a cientos de miles de funcionarios ocupados en sus tareas ordinarias y sus directivos están libres de control alguno. El día a día, entonces, sigue su curso. Pero se trata de un grave espejismo. La ausencia de gobierno (y parlamento que lo impulse y controle) impide afrontar los desafíos de futuro (enormes) y su aplazamiento no hace sino aumentar distancias con un futuro deseable.

Sería bueno aprovechar la evidencia para encarar no ya una investidura presidencial coyuntural (que en ningún caso será operativa, sin presupuestos, antes de abril del 2020) para repensar un futuro distinto, abordando, de una vez por todas, la inevitable reconfiguración del Estado, afrontando no solamente el conflicto catalán, sino el verdadero encaje de un nuevo Estado, desde el reconocimiento de una pluralidad de naciones y de regiones de distinta vocación institucional, de autogobierno y/o de pertenencia. Solamente alineando las demandas reales de sociedades distintas con instituciones sentidas como propias, asumiendo el compromiso de construir cadafuturo, desde cada estrategia única, se podrá afrontar un nuevo futuro.

Son tiempos de cambio y de transformación radical. El continuismo y confort pueden alargar algunos logros y tendencias del pasado, pero no responden a los desafíos del mañana. Los liderazgos exigibles no son los que produce una "industria de la política" como oligopolio que se dota de sus propios jugadores y reglas de juego intrínsecas. Lo veremos en el nuevo escenario del ya antiguo Reino Unido. El triunfo electoral en las elecciones recientes no solo da lugar a la investidura de un gobierno o a la ¿deseada mayoritariamente? salida de la Unión Europea, sino también a la reconfiguración de nuevas Irlanda y Escocia dentro de la Unión Europea, independientes, una Gales reforzada con sus competencias respecto del Gran Londres y una Inglaterra distinta. Seguramente, todas ellas, piezas interconectadas, abiertas en nuevos espacios coopetitivos, tejiendo diferentes alianzas entre sí y con la UE, así como con terceros. Sus gobiernos, sus políticas habrán de trascender de su propio marco habitual para diseñar y acordar las estrategias transformadoras que demandan sus distintas sociedades. Solo así, las democracias no serán esquemas fallidos.

Resulta refrescante encontrar el reclamo continuo de nuevos horizontes que exigen estrategias propias y únicas movidas por propósitos aspiracionales al servicio del bien común. La inclusividad, la lucha contra la desigualdad, la bandera del progreso social, la adherencia y afección a las propuestas compartibles... dan sentido pleno a una apuesta por la competitividad en solidaridad, indisociable de la política, sus gobiernos y la institucionalización eficiente y democrática que los haga sostenibles.