os que me conocen saben bien que entre mis pasiones no está la música. Los tres únicos conciertos a los que he asistido en mi vida eran gratuitos: Luz Casal, Su Ta Gar y Barón Rojo. Estuve a punto de pagar por ir a ver a Joaquín Sabina, pero eso de pegarme por conseguir una entrada, como que no. Aún así, el sábado me convencieron para ver en la tele la final del Benidorm Fest, el festival del que saldría la candidata española para Eurovisión. Fui limpio, a ciegas, aunque personas muy allegadas se habían entregado incondicionalmente a una mujer que amenazaba con sacarse una teta delante de media Europa: Rigoberta Bandini. Me gustó. Para ella habría sido mi voto, por delante de la ganadora Chanel, una explosiva mujer que deslumbra con su traje de luces a ritmo de reguetón y a las tres de la mañana y con unas copas, me haría incluso mover el esqueleto. Con la segunda plaza del Ay mamá y sin miedo a las tetas de Rigoberta, me acosté y dormí muy bien. Pero me despertó el clamor de hordas de tuiteros que llamaban a las armas, indignados por la "injusticia" cometida con Tanxugueiras, tres impetuosas mujeres que cantan folk gallego entre fuegos de artificio: que si la letra y el mensaje, que si muy inclusiva y tope guay, pero si me la ponen de fiesta, me voy a casa a dormir la mona. Definitivamente, no entiendo a los millenials.