iernes. Noche cerrada en Irun. Pasan las 21.30 horas y la lluvia cae en diagonal, la marquesina protege poco más que del viento en días como hoy. El autobús va algún minuto tarde, como suele ir los días de lluvia. Más gente que sube y que baja, más tiempo en las paradas, más tráfico de coches, más atascos. La lluvia lleva sin dar tregua el tiempo suficiente como para haber perdido la cuenta, y cualquier rato sin precipitación es la simple antesala fría y húmeda de un nuevo chaparrón traicionero para quien haya bajado la guardia. La marquesina está casi vacía y solo aparece gente, quizá de debajo de algún balcón del otro lado de la calle, cuando el autobús rojo enfila los últimos 100 metros previos a la parada. Entre las seis personas, dos jóvenes subsaharianos que quizá ni lleguen a la mayoría de edad. Quizá la superen por poco. Se sientan encogidos en unos asientos, como para que no se les vea de fuera, uno frente a otro, sin quitarse las mochilas. Su biografía es fácil de imaginar. Una mujer que no los conoce de nada pero sabe de su historia -la de decenas de migrantes que pasan por Irun- se acerca. Si necesitan algo. La entienden y sonríen bajo esa mascarilla que se han puesto para subir al bus. No, no necesitan nada, nada al menos que ella les pueda ayudar. Lo único, suerte para poder cruzar el río.