unque el uso de la mascarilla está en franca decadencia, aún es obligatoria en interiores y, por tanto, en puestos de trabajo y otros lugares. No es extraño, pues, que conozcamos a personas con el tapabocas puesto tanto por motivos laborales, como en tiendas y otros locales. Y nos hacemos a la idea de cómo es ese nuevo rostro que empieza a ser familiar, siempre con mascarilla. Si, de repente, esa persona se retira la tela y desnuda la parte inferior de su cara, llega el desencanto. No es que los rostros sean menos agraciados de lo que una preveía. Es, sencillamente, que no concuerdan con la imagen que nuestro cerebro había adelantado. En lugar de aceptar la cara entera del recién conocido con naturalidad, me produce una sensación desagradable. Habrá psicólogos que puedan decir por qué, pero a mí me pasa. Igual que cuando era niña me parecía horrible el uso de ciertas palabras. Ahora sé que son las que no se empleaban en mi entorno. Si alguien decía regañar, en lugar de reñir, o almorzar, en vez de comer, me daba un repelús absurdo. Lo mismo cuando escuchaba "la dije". Supongo que se basa en que lo mío es siempre lo mejor y lo extraño me repele. ¿Un germen infantil de racismo y otros males? Con los años se fue pasando y lo raro se hizo exótico. Pero esa semilla maligna ahí está.