ras la primera operación de espalda, una de las primeras decisiones que tomé fue cambiar de médico de cabecera. Llegué a tomar diez pastillas diarias que a la postre no sirvieron para nada, y cuando el neurocirujano me vio por fin en el hospital, se sorprendió de que llevara meses doblado como un aitona. Me mandó disparado al quirófano, sin llegar a comprender muy bien cómo había confiado en aquella tortuosa y errónea prescripción médica. Fueron las indicaciones de mi galeno de toda la vida, de los que te conocen desde txiki, pero después de tanta química y dolor -que es lo peor- le mandé a paseo. Y a veces me arrepiento. He perdido la cuenta del número de médicos que he tenido desde entonces, siempre con la vana esperanza de que será el último. No hay manera. La eventualidad ha venido para quedarse. Resulta imposible contar con un médico de cabecera en unas condiciones laborales más o menos estables. Lo confirmaron de nuevo tres llamadas perdidas el martes pasado. Tras meses sin atención presencial había llegado por fin la hora de vernos las caras. Tampoco pudo ser esta vez. El médico se ha cogido una excedencia. Nada que objetar, salvo un detalle: ni siquiera era el doctor de estos meses atrás que recordaba, quien también ha colgado la bata para hacer un máster. Suma y sigue.