ivo en una casa sin ascensor, una faena importante para dentro de unos años y en la actualidad, ya que no puedo hablar del tiempo en el más socorrido de los escenarios. Por eso lo hago aquí, sabiendo que no hay absurdo mayor que quejarse porque no se vea el sol en un mes. Me da lo mismo, me quejo y me quejo. Pese a que ya no soy una niña, siempre espero el verano con ilusión, como esa época del año con cierta magia (antes la hallabas en esos encuentros inesperados de las gaupasas, ahora en una playa casi vacía y una cervecita al aire libre), en la que te sentías un poco más libre, un poco más desnuda, un poco más contenta. Pues éramos pocos y parió la abuela. Tras casi año y medio de covid y tristeza, va y este año el verano dice que no, que no le da la gana de venir. Les parecerá a ustedes un tema muy superficial, pues ya lo siento. A mí no. Aunque sea para venir a trabajar el sol me alimenta, me da vidilla. No haber bajado las cajas de los vestidos de tirantes porque no me han hecho falta, me enfada. Que es una tontería, pues sí. Que estoy más triste, pues también. Así somos los seres humanos. Bastante peor es no perdonar los fallos del prójimo, creerse sobre el bien y el mal, juzgar y despreciar la diferencia. Al fin y al cabo, al sol poco le afecta que yo esté enfurruñada.