recí a orillas del río Ebro, la antítesis de los cauces guipuzcoanos. Allí las riadas tardan en llegar días, cuando el Urumea o el Oria se pueden desbordar en cuestión de horas. En un caudal tan abundante como el del antiguo Iber, donde hasta Jeremy Wade (Monstruos de Río) ha pescado uno de esos peces gato que tanto le gustan, un siluro de 75 kilos, el agua parece moverse con lentitud, como si el tiempo fuera cosa de secano. Este río que nutre la fértil Mejana de Tudela, isla arrebatada al agua para el cultivo de las verduras, da vida, pero también la quita. La última ha sido la de Karim, un niño de trece años al que, según testigos, el agua, de repente, se lo tragó en Zaragoza. Sin más. Se perdió en esa corriente traicionera que se esconde en la profundidad, apenas perceptible en la balsa de agua que parece su superficie. No es el primero, por desgracia. La ausencia de olas hace de ríos y pantanos lugares que ofrecen una falsa seguridad para el baño. Hace 19 años un joven de quince perdió la vida en Tudela cuando se bañaba en el río después del cohete de fiestas. Entró y no salió. Recuerdo la tristeza infinita que nos abordó ese día que había comenzado con la ilusión desbordante de tener siete jornadas festivas por delante. El agua siguió su camino, entonces y hoy, ajena a los malogrados osados que trataron de conquistarla.