inda ha muerto y no, no ha sido por coronavirus. Tras una vida de altibajos, sufrir un secuestro, malos tratos y hacer frente a más de un intento de robo, el pasado viernes dejó de respirar. Y, al hacerlo, un pedacito de nuestro corazón se fue con ella. Linda era una perra de raza pastor vasco, de la que escribí un día cuando un desalmado decidió robársela a su dueño para revenderla. Linda era una buena perra y una excelente pastora. En esos días en los que estuvo desaparecida y en los que sufrimos su ausencia, la dimos por perdida o, incluso, por muerta. Pero logramos recuperarla (todo hay que decirlo que en muy mal estado físico y psicológico) y poco a poco fue recuperando su vida y su oficio, esa labor ancestral de velar por que las ovejas vuelvan al redil. Linda se ha ido y, en su lugar, ha llegado Mari, con una difícil misión de cubrir el hueco de un animal excepcional. Pero no es difícil ganarse el cariño de la familia, cuando todo lo que se ofrece es amor sin condiciones. Tula, Pili, León, Mora, Linda, Yi y, ahora, Mari. Todas han formado parte de nuestra vida y nos han dejado miles de historias. Recuerdo una de Tula. Mi tío y yo teníamos la costumbre de saludarnos con un particular juego, como si fuéramos a boxear. Al verlo, la perra creyó que me iba a hacer daño y se lanzo contra él. Necesitamos la ayuda de tres personas para apartar sus mandíbulas del tobillo de mi tío.