inco minutos en la puerta de entrada de cualquiera de los vacunódromos bastan para comprobar que la vida va mucho más allá de las absurdas pulsiones que algunos anónimos vomitan en las redes asociales respecto a las vacunas, los AstraZeneca y el virus. Bastan cinco minutos a las puertas de Anoeta, Illunbe, Beotibar o Artaleku, que aunque sea como pacientes a vacunar, ve cómo regresa esa gente que no puede albergar como público en sus espectáculos deportivos. Pese a lo que se ve en el mismo país en otros espectáculos a cubierto. Algún día alguien dirá por qué esa diferencia. Mientras tanto, cinco minutos son suficientes para observar cómo entra la gente, tranquila. Los nervios son, en muchos casos, de felicidad. Porque el final de su pesadilla personal y familiar empieza a estar cerca. Un pinchazo, otro pinchazo cuya fecha ya tienen al salir de la instalación y, aunque sea con precaución, a circular. A vivir. Lejos de terribles debates mediático-políticos absurdos sobre vacunas que se inoculan según el día. Debates que no se basan en la ciencia ni en nada. Que meten mucho ruido -infame ruido- que contrasta con la tranquilidad de los vacunódromos. Con la calma que aún es necesaria en la calle y en los hospitales. Donde aún queda tempestad.