ace poco una buena amiga me confesó que en una ocasión entró a una librería sin brújula alguna y que acabó comprando un libro simplemente porque sabía de mi pasión por su autor. Demostró conocerme muy bien porque eligió -y se enamoró de- Las intermitencias de La Muerte, de José Saramago, una novela que, efectivamente, recomiendo y regalo mucho. El luso describe un Estado en el que La Muerte deja de currar; eso sí, la gente sigue envejeciendo, lo que conlleva el colapso del sistema y una profunda crisis -¿les suena?-. En su estilo de aunar lo macro y lo micro, la crítica hacia la política de cuidados pronto se convierte en una genuflexión hacia el amor y en un debate sobre qué haría el ser humano si tuviese el conocimiento exacto de cuándo va a morir, sobre cómo aprovecharía el tiempo que le queda; algo que también reflejó Motorô Mase en su Ikigami. La catarsis del individuo en dicho contexto se me antoja desesperanzadora, más aún en los tiempos en los que “de esta saldremos mejores” se ha demostrado una afirmación de saldo. Por eso lo tengo claro: nada de acciones altruistas, que no están de moda. Tras despedirme de mi familia, me iría a una rave, que nunca he estado en ninguna, mientras dejo en herencia mi colección de Saramago a quien mejor mierda me consiga.