omo en un reconocible programa infantil, parece que antes era antes y ahora es ahora, sin más explicación. Durante el verano cultural donostiarra hemos asistido a la celebración del Jazzaldia, de la Quincena Musical y del más reciente Zinemaldia. Tres ejemplos que en sus respectivas valoraciones han venido a refrendar una idea que los representantes políticos abanderan cada vez que deben presentar la siguiente cita: la cultura es segura. No ha habido, que se sepa, ni un solo foco. Tan segura, que incluso en un evento multitudinario como el Festival Internacional de Cine de Donostia se planteó, junto al Gobierno Vasco, la opción de aumentar de 600 a 1.000 el aforo del auditorio Kursaal -de un total de 1.800-, cuestión que finalmente se descartó porque la organización prefirió evitar complicaciones a la hora de los desalojos. Tendemos -yo también, lo confieso- a dejar la pelota en el tejado de los que mandan. Pero hasta la confianza más ciega tiene un límite, incluso en la sociedad más acrítica y acomodada. Todavía más cuando, a las puertas de un invierno casi eterno en este y otros sectores, las nuevas medidas propuestas chocan con la experiencia empírica del ciudadano medio que necesita que le expliquen por qué el COVID-19 ataca ahora en auditorios con más de 400 personas y antes no.