ay veces en la vida que uno echa de menos a sus padres y otras veces en las que echa de menos a los padres de otros. En concreto, a esa figura que ante el crío casquetoso el día de la boda de su prima lo agarra del brazo, lo sienta en el banco de la iglesia y se acabó, que te quedas sin postre. Cuan perro de Pavlov, el niño acaba haciendo lo que se espera de él. Cuando uno deja de ser niño e incluso adolescente (sin que signifique que ya es adulto), es difícil que alguien le dé esa forma brusca a su amor hacia nosotros. En realidad, no debería haber nadie que lo hiciera, porque para esas edades se nos presupone conscientes de que ir a un funeral cuando muere el familiar de alguien querido -por ejemplo- y quedarse en la puerta es como protestar pintando un grafiti al aire. "¡Es solo un gesto!", clama alguno, cuando hay mejores gestos que asistir y quedarse fuera. Mejores gestos para mostrar cercanía hacia quien ha perdido a un ser querido y mejores gestos para practicar un discurso anticlerical que poco tiene que ver con la alegría de la boda o el sufrimiento de una familia ese día. El riesgo de no medir bien un gesto es caer en un postureo que, disfrazado de ateísmo en más de un caso, en realidad evidencia a quien busca ser el niño en el bautizo, la novia en la boda y el muerto en el entierro.