on los muertos y contagiados todavía acumulándose, con la economía derrumbándose, la cultura suspendida, el ocio jibarizado, el roce prohibido y el virus activo, hablar de elecciones es un sacrilegio. No hay fechas buenas con la epidemia viva. Eso son cosas de políticos, se oye por ahí, como si elegir a los representantes parlamentarios y a los que formarán el futuro gobierno fuera un asunto sin importancia, prescindible en medio de esta crisis sanitaria que ha irrumpido en nuestras vidas con el efecto de una apisonadora. No es cosa de recurrir al tópico tantas veces expresado por los más veteranos de nuestra sociedad sobre lo que costó recuperar la democracia y el ejercicio del sufragio que la sustenta. Pero sorprende la condición pecadora que desde algunos sectores se quiere atribuir al cumplimiento de lo que obliga la ley, como es la renovación del Parlamento cuando expira la legislatura; es decir, en octubre. Esta es una facultad que corresponde al lehendakari y que la ejercerá pronto sobre los dos únicas alternativas posibles: julio o septiembre, siempre que las autoridades sanitarias autoricen la convocatoria. Probablemente, existen razones para defender una u otra fecha, aunque la segunda es el asidero al que se han agarrado, porque no quedaba más carretera antes del barranco, los que decían que en medio de la pandemia no venía a cuento ir a votar. Lo peor de la epidemia ya ha pasado y sin bajar la guardia, bajo el principio de la precaución, la prudencia y la seguridad, hay que ir normalizando la vida, aunque sea bajo las excepcionales condiciones que nos impone el virus. El confinamiento no puede ser la alternativa.