as agujas del reloj caminaban cada una a su velocidad hacia las once de la noche. El bar se encontraba casi vacío, con luz tenue y la barra, limpia. Sentado en una mesa con sofás mullidos, un hombre esperaba compañía mientras el hilo musical lanzaba un rock de los que se dejan escuchar y permiten hablar. El hombre aún confiaba en que su compañía, con la que no se había citado pero acostumbraba a aparecer algunas noches, llegara antes de que el bar cerrara. Oír cómo el barman baja la persiana metálica a media altura después de que salga el último cliente es un sonido que sin compañía es sinónimo de fracaso. Por eso se resistía el hombre a pensar que todo acabará así: no es fin de semana y fuera no había mucha vida. Ni muerte, la verdad. Temía pedir otro gintonic y que el barman cerrara su día a las once, una hora apropiada para ese garito entre semana. Pensó que en ese caso quizá el barman le avisaría antes de servir, pero prefirió adelantarse y preguntar: "Disculpe, ¿hasta qué hora está el bar abierto?". "24 horas, señor", identificó el barman la necesidad de su cliente. "24 horas, señor". Esas palabras se situaron bajo la planta de sus pies y elevaron al hombre un centímetro sobre el suelo, que es una manera de evadirse de la realidad. E incluso sin necesidad de hacer nada, de que la realidad le dejara por un rato en paz.