Me debatía hoy entre dos cuestiones: no tenía claro si escribir sobre los cubos de residuos que Pedro Vallín echa sobre la -autoconsiderada- elite cinematográfica de izquierdas europea en su libro Me cago en Godard o si entonar aquello de “¡Yo soy Espartaco!” y confirmarles que, como ustedes, yo también evacúo todos los días tanto física como verbalmente, con el agravante de que, en el segundo caso y para disgusto de mi progenitora, el destinatario es siempre el que inició hace eones una secuencia que hizo que este fin de semana, pese a estar recién salido del taller, a mi coche le fallase un inyector y me dejase tirado a la salida de Salamanca provocando que mentase mi deseo de excretar sobre el motor -me refiero al Primero, al de Aristóteles, no al de mi Ford-. Diría que también ha sido la causalidad la que ha llevado a Willy Toledo a los tribunales, pero la razón me hace saber que no, que todo es una deposición menos trascendente. Es decir, la misma mierda de siempre: la ultraderecha de las antorchas queriendo reducir ideológicamente a la izquierda y señalarla como absurda, excéntrica y extrema; todo ello en un Estado que permite un proceso que convierte la libertad de expresión en blasfemia, pero aún no sabe si gritar “¡Viva Franco!” es punible o no. Ya saben lo que sigue: pongan aquí el titular.