Somos presos en libertad vigilada. No, no llevamos una de esas tobilleras localizadoras que controlan en todo momento dónde estamos, pero si le pones una pantallita en color y alguna aplicación que haga chorradas no tenemos ningún problema en llevarla a todas partes en el bolsillo y hasta compartiremos nuestras fotos, datos personales y pensamientos más peregrinos. Ya no se lleva pensar en voz alta, se lleva poner un tuit. Ya no se lleva mirarse en el espejo antes de salir de casa para controlar las pintas, se estila subir la foto a Instagram. Así de básicos nos hemos vuelto. Ahora, los expertos nos avisan de que en apenas tres años llevaremos implantado un chip en el cuerpo como si fuéramos perros para facilitar nuestra identificación, pero también para desarrollar labores relacionadas con nuestro curro y alguna cosa más. O, al menos, a uno de cada tres currelas en todo el mundo, que si quitas los países que no gastan en chorradas sube la media por aquí. ¿Ventajas? Si nos abandonan sabrán devolvernos si no a casa, sí a los brazos de nuestro jefe. ¿Inconvenientes? Eso tiene que doler, jodó. Así que saldremos a la calle, nos manifestaremos, denunciaremos que quieran meterse en nuestros cuerpos para controlarnos y cuando le añadan al dichoso chip subcutáneo alguna aplicación absurda pediremos que nos implanten dos.