Volvíamos de vacaciones del pueblo de mis abuelos maternos y nos cruzamos con un Renault 12 cargado hasta arriba. Era el “primo Bienvenido”, que se había quedado en el paro y regresaba de Logroño con su familia para rehacer su vida en el pueblo, de apenas 200 habitantes, en plena comarca de Las Hurdes. Primera mitad de los 80. En ese mismo punto, el puerto de Las Batuecas (entre las provincias de Salamanca y Cáceres), en una de sus curvas de 180 grados, junto a una fuente, había un alcornoque. A mí me flipaba la corteza de aquel árbol. No me creía que de allí saliese el corcho que empleaba mi abuelo para embotellar el vino que él mismo elaboraba en el garaje de casa, con su propia uva. Me gustaba manosearlo, mientras comíamos un bocadillo. Aquel alcornoque se convirtió en parada obligada de camino al pueblo. Seguramente esa añoranza es la que me mantiene enganchado hoy a La Isla de las Tentaciones, el programa de moda de la televisión, un bodrio en el que mozos y mozas recauchutados (y tatuados) lucen palmito. El mismo corcho que añoro, disfrazado de carne turgente, me rechina los dientes hoy. Es cierto que me agrada ver los traseros de las chicas, bien diseñados la mayoría, pero lo que más me flipa son las vergüenzas ajenas, ese olor a cuerno quemado... ¿O es alcornoque?