Llueve lo suficiente para mojar pero no tanto como para desesperar al que espera en el semáforo. Lo hacen una señora y un señor, que acaba de pulsar el botón. Cada uno, bajo su paraguas, con su vida y bajo su desdicha. Él viene de comprar el periódico, aunque otro diferente a este que usted lee, por lo que quizá él hoy no se percate de que se está convirtiendo en uno de los protagonistas involuntarios de esta historia. El tráfico de la carretera nacional que cruza el pueblo es menor respecto a hace un par de horas. Los niños ya están en el cole y los adultos, en sus cosas. Ella sujeta el paraguas con la mano izquierda mientras con la otra atiende al móvil. Quizá alguna llamada perdida, algún whatsapp inocuo o, igual, algún match en Tinder. Él, valiente, amaga con hacerse a la carretera, pero prefiere volver a pulsar el botón y seguir a la espera. La escena está a punto de convertirse un anuncio de la DGT en el que él se echa a la carretera y ella, sin mirar, le seguirá para morir reventada por un camión. No ocurre. Llega otro hombre bajo su paraguas y pulsa el botón. El del periódico le mira. Se siente ofendido. Puede que el nuevo tenga prisa. Quizá no confíe en los demás y piense que hasta que no había llegado él, nadie había pulsado el botón. Que esperaban por esperar. Como tantos y tantos.