Nunca me he encontrado nada de valor por la calle, porque siempre ando ensimismado en mis cosas. Pero hace unos días, volviendo de Madrid, mientras esperaba sentado en el aeropuerto leyendo el periódico a que entraran los de business class, los que viajan con niños, los del grupo uno, el grupo dos, el tres y todos los demás, porque nunca me ha gustado entrar pronto en ningún sitio, me di cuenta de que alguien había olvidado su ordenador portátil. Incrédulo, me acerqué hasta el currela que estaba realizando el embarque para entregárselo. La respuesta del supuesto profesional fue que no lo iba a coger y que lo dejara por ahí. ¿Dónde? Pues le daba igual. Me negué y le expliqué que no, que es un ordenador, que vale una pasta y la información personal que contenga es una putada perderla (lo dice uno que se quedó sin móvil) y si lo dejo por ahí, entonces sí se lo llevará cualquiera. Aún más borde, se volvió a negar y me dijo que recogerlo corresponde a Seguridad, no a él. “Pues llámeles, pero hostia, cójalo, que su dueño querrá recuperarlo”, vine a decirle sin alzar la voz y sin tiempo para buscar otra solución porque el avión se iba. A regañadientes, al final accedió. Me quejé a Aena reclamando un protocolo (que me dijeron que existe pero no todos los trabajadores conocen) y hoy me pregunto si aquel portátil habrá vuelto con su dueño.