el martes pasado, un compañero de viaje se moría por un paquete de tabaco. ¡Hay que ver la adicción que genera la dichosa nicotina! El problema es que estábamos en una remota localidad del valle del Jordán, en Cisjordania, donde no abunda precisamente el comercio. Una lugareña se prestó y mandó a su chiquillo de unos siete años. Le dijo que caminara hasta la tienda más cercana, y sin dudarlo dejé la reunión de la delegación política para acompañarle. Fueron unos minutos mágicos en los que no hubo manera de entenderse, aunque nos lo decíamos todo con la mirada. A la carrera, y ya casi anocheciendo, nos metimos en las entrañas de un pueblo de costumbres muy arraigadas que defiende su ancestral modo de vida. Dejamos atrás hogueras en torno a las cuales los vecinos se contaban las novedades del día y vimos a niños manejando bicicletas destartaladas mientras llamaban a la oración desde un minarete. El pequeño de vez en cuando miraba hacia atrás, y le seguía feliz. Cuesta imaginar que la sonrisa de ese niño y la esencia de ese pueblo milenario sean borradas algún día del mapa por la expansión sionista que avanza e impone su yugo. No hay como viajar para darse cuenta de que el mayor tesoro que tenemos es la libertad.