A hora que han pasado las navidades y no hay riesgo de que te acusen de aguafiestas, se puede decir: el modelo navideño en el que como consumoadictos nos zambullimos ciudadanos e instituciones, es radicalmente incompatible con lo que exige la lucha contra el cambio climático. Como la fracasada cumbre de Madrid no pudo ir más allá de un llamamiento general a redoblar esfuerzos en esta tarea, las esperanzas están puestas en la cita de Glasgow. Mientras tanto, y a la espera de ese pacto mundial que no llega, basta el consuelo de que la convicción sobre la verdad del problema es cada vez mayor, pese a las resistencias de Estados Unidos, China o India; casi nada. Y eso que los científicos más claro no pueden hablar sobre las evidencias de lo que está ocurriendo en el planeta y los objetivos en plazo que hay que alcanzar para una amenaza que, a estas alturas, solo podemos paliar. Individualmente nos resistimos a aceptar el peaje que nos pide el desafío y como sociedad, en su dimensión política y económica, ninguna quiere dar el primer paso a la espera de una acción concertada mundial. ¿Es tonto el primero o es tonto el último? En esta clave creo hay que leer la revuelta empresarial e industrial a la que hemos asistido esta semana en un jornada celebrada en Gasteiz sobre el futuro de la industria. Directivos de importantes empresas vinculadas al sector de la energía han enviado un claro aviso al nuevo Gobierno español para que la transición ecológica no dinamite los pilares que sostienen la actividad industrial. Pero, ¿es posible hacer una tortilla sin romper huevos?