Me cuesta muy poco imaginar el cirio que estaría montado ahora mismo si, pongamos, el cardenal Cañizares hubiera dicho que los niños tienen derecho a mantener relaciones sexuales con quien les dé la gana, incluidos adultos, siempre que haya consentimiento. Ocurre, sin embargo, que tal afirmación -que es literal como puede comprobar cualquiera- la hizo la ministra de Igualdad española, Irene Montero, así que, como tantas veces, los papeles en el cruce de cagüentales entre banderías están cambiados. La derecha ultra (y también buena parte de la que va de moderada) exige la dimisión e incluso el procesamiento de Montero por apología de la pederastia, mientras que la izquierda que no pasa una a nadie que no sea de su cuerda clama, como la propia interesada, que todo es una cacería fundamentada en la manipulación de las palabras de la odiada dirigente de Podemos.

Y no tengo el menor empacho en sostener que, efectivamente, se trata de una cacería a la ministra. Siento decir, sin embargo, que lo de la manipulación es más difícil de defender. Insisto en la literalidad de las desafortunadas declaraciones, aunque inmediatamente añado que solo con muy mala fe se le puede acusar a la titular de Igualdad de justificar o promover la pedofilia. Simplemente, fiel a su habitual torpeza expresiva y a la nula precaución en medir lo que sale de su boca, Montero quiso decir una cosa bastante razonable sobre la afectividad de los menores y soltó otra que resultó una aberración. Es ventajista utilizarlo como se está utilizando, pero a ella le habría costado muy poco aclarar que no estuvo fina y rectificar.