n las últimas fechas, con motivo del aniversario de la salida a Abu Dabi del monarca emérito, se ha reverdecido el debate sobre la monarquía española con más tono de serpiente de verano que de verdadero análisis sobre su papel, funciones y legitimidad. La polarización interesada del debate dificulta separar el ruido del fondo e impide que los términos de la confrontación dialéctica aporten la mínima utilidad. A ello colaboran las iracundas reacciones de la derecha española a cualquier atisbo de clarificación del pasado y el presente de la Casa Real y sus miembros, aun habiendo motivos sobrados para una profunda revisión de sus acciones. Hay en entredicho una actividad amparada en la máxima representación del Estado que podría tener un carácter delictivo solo soslayado por la inviolabilidad de la figura del anterior monarca. El señuelo que se pretende agitar para eludir el conocimiento de la verdad es un indisimulado nacionalismo primario y decimonónico, alejado del modelo de cohesión y convivencia que debería ser la jefatura de un estado democrático en el que la legitimidad llega del pacto social que sustenta la ciudadanía y no de la herencia de sangre de sus símbolos. No está sola la derecha -PP, Vox, Ciudadanos- en este pulso teatral que, en realidad, no aporta gran cosa. Se acompaña de un alter ego en la izquierda que utiliza de igual modo el emblema republicano para opositar pese a encontrarse en el Gobierno. El encastillamiento a favor y en contra del modelo de jefatura del Estado discurre por argumentos polarizadores pero no clarificadores. La debilidad de la monarquía constitucional española bebe directamente de las actuaciones de sus máximos representantes, alejados de la función de punto de encuentro que pretende otorgarse a la institución. Y bebe igualmente del propio manoseo del texto constitucional, interpretado siempre en el sentido limitativo que ha lastrado durante décadas el desarrollo de un estado descentralizado propio del texto pactado que pretendía ser, en el que la Corona española fue actor pasivo puesto que no es una carta otorgada. Al igual que la Constitución, en el derecho, es una herramienta susceptible de actualizarse sin dejar de aportar estabilidad a los derechos y libertades, la Corona es un mecanismo, no un bien a preservar en sí mismo. Su legitimidad entra en cuestión cuando su integridad exige un blindaje de impunidad.