l juicio en el Tribunal Supremo sobre el recurso presentado por Quim Torra contra su inhabilitación como presidente por desobedecer a la Junta Electoral Central, que le ordenó retirar una pancarta en apoyo a los presos independentistas del balcón de la Generalitat, ha quedado visto para sentencia. Nadie confía en un fallo favorable al president, lo que abrirá una situación inédita en el gobierno de Catalunya, descabezado y probablemente sin alternativa para la sustitución por deseo expreso del propio Torra, para de esta forma evidenciar la falta de una justicia democrática en España. El vicepresidente del Govern, Pere Aragonès, de ERC, sería quien se haría cargo, en funciones, de las atribuciones presidenciales pero con tres excepciones: plantear una cuestión de confianza, designar o destituir consellers y convocar elecciones. El Govern también tendría sus funciones limitadas y, entre otras cosas, no podría aprobar el próximo presupuesto. La pretensión de Torra tiene el riesgo de dejar congelada al actividad institucional, escenario que no comparten ni ERC ni la CUP, abonando la división que arrastra el independentismo desde la aplicación del 155. Pese a esta falta de unidad, ayer todas las formaciones soberanistas acompañaron al president hasta las puertas del tribunal para denunciar la persecución contra los políticos y cargos públicos independentistas. En esta reivindicación no existen grietas. Y es que la causa contra el president de la Generalitat es una nueva muestra de la baja calidad de la democracia española, capaz de llevar hasta las más altas instancias judiciales al máximo cargo de un gobierno que cuenta con el respaldo de la mayoría de su sociedad por ejercer su derecho a la libertad de expresión, plasmada en unos lemas (libertad para los presos) y unos símbolos (lazos amarillos) que la justicia española pretende reducir a una cuestión partidista y electoralista, obviando que se trata de una reivindación sentida por la gran mayoría de los catalanes. Los tribunales españoles vuelven a ser el lugar donde el Estado pretende domesticar la voluntad de Catalunya y escarmentar su osadía cuando pone en cuestión la unidad nacional, en una nueva muestra de su deliberada incapacidad para encarar de una vez por todas una configuración territorial que tenga en cuenta la voluntad de las naciones que lo habitan.