Tanto en el Estado, ya antes de la investidura de Pedro Sánchez como presidente del Gobierno español en los primeros días de enero, como en Euskadi, ya antes del anuncio oficial por el lehendakari Iñigo Urkullu de la convocatoria de elecciones para el próximo 5 de abril, la acción política cotidiana viene adquiriendo formas y tonos que difícilmente casan con la intención constructiva que se supone a una actividad en principio destinada a rendir beneficio a la sociedad. Son modos de hacer tóxicos que incluso se antojan reñidos con ese fin debido a que su supeditación al momento y la primacía que conceden a la penetración mediática los sitúan rayanos a un peligroso sensacionalismo incapaz de producir la planificación razonable y lógica que requiere originar ese rendimiento. La labor de la oposición -y en casos también la de algunos gobiernos- no está dirigida entonces a la mejora de los proyectos legislativos o a la búsqueda de consensos mayoritarios que los impulsen por temor a que estos sean capitalizados por el oponente sino a la búsqueda de debilidades en el mensaje o de errores en la gestión del rival que puedan ser utilizados para deslegitimarle o, cuando menos, para poner su idoneidad o desempeño en cuestión. El control y la fiscalización de la acción gubernamental -o en su caso de la opositora- que la democracia permite y que debería contribuir desde la política a un mejor ejercicio del poder se pervierte así para transformarse en simple útil o mecanismo en la pretensión de acceso a este. Todo ello no es realmente nuevo, había venido siendo empleado por los diferentes populismos desde el pasado siglo, e incluso antes, pero la creciente preponderancia del interés electoral sobre cualquier otro y la necesidad de responder a la misma en el entreverado ámbito de la comunicación digital viene provocando su paulatina extensión a todo tipo de formaciones e ideologías sin reparar en sus efectos. A corto plazo, la banalización de la política y el empequeñecimiento de su influencia en la gestión, imprescindible para responder a la confianza de los ciudadanos pero cada vez más dependiente de la parte técnica de las administraciones públicas. Y a largo plazo y en consecuencia, la deslegitimación de la actividad política, el cuestionamiento de la democracia y el resurgir de corrientes autocráticas, autárquicas y totalitarias.