lgún milenio de estos terminaremos de ponernos de acuerdo sobre la utilidad de las comisiones de investigación parlamentarias. Es curioso que, sin distinción de siglas, los mismos que las piden a todo trapo cuando el marrón salpica al de enfrente las tachen de absolutamente estériles si el meollo de la cuestión les toca cerca. Personalmente, pienso —y creo no ser el único— que la mejor opción es un buen proceso judicial a calzón quitado que, si es menester, acabe enviando al trullo a los autores de las conductas delictivas correspondientes.

Ocurre que no siempre se da esa circunstancia, así que como sustitutivo siquiera de cara a la galería, no está de más que el asunto se sustancie en sede parlamentaria, con luz, cámaras y taquígrafos que dejen constancia para la posteridad de las fechorías que sea. En el caso de los GAL, que es el asunto que motiva estas líneas, creo que hace tiempo que nos resignamos a que todo el castigo real sean las condenas de chicha y nabo que conocemos. Ni por asomo verán nuestros a ojos al señor Equis entre rejas. Qué menos, entonces, que hacerle pasar por el trago de un par de días con los focos concentrados sobre él y que, aunque por un oído le entre y por otro le salga, le repitamos a coro que sabemos lo que hizo y que no tenemos la intención de olvidarlo jamás.