Anteayer se procedió en Madrid al alumbrado navideño, incluida una larguísima bandera españolísima tejida con diminutas bombillas led que ha costado 154.100 euros. Desde un punto de vista estético, es un adefesio que recuerda a una nocturna capea patriótica, al neón de un puticlub seco en un desierto de colonos. Desde un punto de vista político, constituye la enésima apropiación de un símbolo común para marcar paquete localista, como si España fuera también en esas fechas el Paseo de la Castellana. Desde un punto de vista económico, resulta otro despilfarro ofensivo en una época especialmente luctuosa. Y, desde un punto de vista cristiano, hay que preguntar a Cayetana Álvarez de Toledo cómo han visto en su familia el despropósito lumínico. En la Cabalgata de hace cuatro años a su hija le pareció falso el traje de Baltasar, y la madre contó al mundo que jamás, jamás se lo perdonaría a Manuela Carmena. Quizás el imponente kilómetro rojigualdo, como una pulsera electrificada, sí les parezca hoy, a madre e hija, clavadito a la Estrella de Belén, y no haya nada de lo que culpar a la nueva autoridad capitalina. Y cuando dices que es una horterada, una chovinistada, una manirrotada y una payasada te responderán que tienen derecho a ser españoles, a estar orgullosos de ello y a mostrarlo sin complejos. Como si solo se pudiera ser español así, y aún peor: como si a ese deseo de exhibición ombliguista le asistiera el derecho a invadir cualquier espacio social. A este paso veremos en el pesebre nazarenos vestidos de toreros y a otros reyes llegados de otro Oriente: Colón, Pizarro y Cortés. Todo vale para el puchero.