Hay en la ciudad vieja de Nicosia, en Chipre, un coche modelo Morris Minor oxidado, escondido entre maleza y basura, junto a la línea verde que divide la parte turca y la griega de la capital. Lleva medio siglo ahí vegetando, y es un punto de referencia clave ya citado en el acuerdo de alto el fuego que puso fin a la guerra. El Gobierno turco defendía que la línea de separación pasa por el parachoques trasero. La ONU sostenía que en realidad lo hace unos centímetros antes, o después, según se mire, a la altura del maletero. Beatriz Chivite se pregunta en un poema de dónde son las ciruelas de una rama que cruza la muga.

Hace dos milenios Tácito escribió sobre estas tribus: “Toda la Germania está separada de los galos, los retos y los panonios por los ríos Rin y Danubio, y de los sármatas y los dacios por un miedo mutuo o por las montañas.” Yo no he leído una explicación tan exacta y hermosa y terrible de frontera, dificultad que alzan el agua, la piedra y su humana suma, ese líquido, plúmbeo y correspondido temor a quien respira al otro lado. M.F. Merriam afirmó que un mapa es la instantánea de una idea, y hubo un tiempo en que en las escuelas balcánicas enseñaban a delimitarlos con un bolígrafo sin tinta. Fuera de ellas los pintarían de rojo. Y con un punzón.

No me cuento entre quienes abogan por quemar el pasaporte cuando ni han pensado lo que supondría ese incendio para su bienestar. Entre el cínico y el iluso habrá que buscar el Morris Minor propio, un remanso intermedio. Hoy recuerdo nuestra angustia primaveral por no poder salir del barrio y escapar de este pavor omnívoro. Imagínense que es para siempre.