Un parroquiano cuarentón acosa en, digamos, su sede social, jugando en casa, a una tabernera a la que dobla en edad. Bastantes noches la molesta, y hace medio año aprovecha que está sola para colarse en la barra, agarrarla de la cintura y tocarle el culo. Cuando ella cierra el bar vuelve a incordiarla, la sujeta, le asegura que se va con ella, etc. Imaginen el pánico de la chica ante el baboso, epítome de superioridad física, comodín del cliente y osadía del trago. El abusón se beneficia del peso de los años, pero por lo visto su mejor aliado a posteriori ha sido el tonelaje de la militancia. Su líder defiende ahora el mutismo público del partido, blanqueado con el Ariel de ciertos avisos disciplinarios y protocolos internos, todo dentro de los muros de la patria chica, nosotros a lo nuestro con lo nuestro. Si acaso, tarjeta amarilla. Según parece, ser feligrés de una comunidad ideológica, como antes de una religiosa, garantiza el privilegio de un arbitraje propio, una suerte de justicia indígena nada ordinaria. La reprimenda queda en casa como si fuera de ella, y de esa sede social, el sujeto no se cruzase con el resto del paisanaje. Tiene mucho de sectario un silencio semestral que jamás regalarían a un hombre con otra sotana política o abstencionista desnudo. Tiene mucho de mafioso un correctivo doméstico del que no puede valerse quien carece de pedigrí calabrés. Y tiene, sobre todo, mucho de clasista una privada opción redentora que se le niega a cualquier presunto ajeno al clan. Pues a un don nadie no se le suspende de militancia ni se le aparta cautelarmente de la tribu: lo ponen entre tuits y japos ante el juez.