Me da igual el color del mandamás, sea gaviota, rosa o txapela, sea en Madrid, Vitoria o Pamplona, en esta apocalíptica situación de todos me apiado y a quien no soporto es a los oportunistas, a los cainitas de guardia que revolotean sobre la tragedia, esos fanáticos rascamierda que buscan la sombra del ciprés para robar la cartera a los cadáveres, los ruines, los alicortos, los banderizos, los que son testigos de un problema gigantesco, de dimensiones medievales y futuristas, un demonio que mantiene en vilo a un mundo y bajo techo a medio, y lo reducen a casquería electoralista, a riña goyesca, a miserable pelea de gallos por ver quién araña un voto aquí, quién se gana un like allá. Agradezco que los caminos vitales cuenten con dos aceras, porque a esa chusma la quiero en el balcón opuesto. El metro de distancia y la mascarilla moral, espero que se guarden.

Y sí, algunos jefazos pueden haberse equivocado, y pecar de ingenuos o vanidosos, y quizás si hubieran tomado otras decisiones estaríamos mejor, o peor, o igual, a saber. Y sí, es cierto que, en un país de entrenadores de sofá, de toreros de despedida de soltero, de sexadores de truchas sin haber visto jamás ni una pecera, el sublime derecho a la queja se multiplica. Y, como creo en la libertad y el debate, considero pertinente y necesaria la crítica constructiva o el apoyo con la nariz tapada. No deseo morir en China, ni padecer el gregarismo mudo ni arrodillarme por militancia. Pero una cosa es juzgar al árbitro, incluso lamentar su discutida inoperancia, y otra gritarle lo que parecen gritarle los hooligans patrios: hoy tú de negro, mañana tu familia. Gentuza.